Mientras estaba en esas
elucubraciones y ya casi a la hora de cenar, siempre temprana, escuché que
alguien me llamaba:
-¡Hombre, don Carlos!
Alcé la cabeza, y busqué el
origen de esa voz que me resultaba profundamente familiar. Era mi antiguo
compañero de colegio y amigo Alfonso Quereda.
Nos abrazamos, nos pusimos
ligeramente al día de nuestras vidas y de cómo viajaba cada una. Me presentó a
su mujer y a su hija y estuvimos charlando brevemente porque empezaban a traer
los platos. Entretanto, en el comedor abierto, como una enorme choza de las
gentes del lugar, la gente estuvo pendiente de nuestra conversación,
especialmente cuando me preguntó por mis nuevos libros de viajes.
No era la primera vez que me
encontraba a un amigo en un lejano rincón del mundo. Esas sorpresas daban un
poco de sal a los viajes, que son una acumulación de anécdotas. Mis compañeros
de viaje alucinaron con la escena y fue el motivo de diálogo entre plato y
plato.
A nuestro regreso, quedé con
Alfonso en un restaurante de Madrid y estuvimos intercambiando experiencias.
Había recorrido mucho mundo y era un viajero vocacional. Su familia le seguía
la afición, tanto, que su hijo estaba en aquellas mismas fechas de viaje por
Filipinas.
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