Me senté a las seis de la tarde
a la sombra de una acacia y con el sol corriendo hacia el atardecer y
filtrándose por las hojas. Era el momento para el descanso después de un día
agotador que nos había llevado hasta Turmi.
Revisando el libro de Javier
Reverte encontré una referencia a la embajada enviada por el monarca etíope en
1613 a Roma y a la corte de Felipe III con el objeto de someter el imperio de
Susinios al catolicismo y solicitar al rey de España y Portugal ayuda militar
para combatir a los muchos enemigos internos y externos que continuamente se
alzaban contra su autoridad.
La misma se dirigió a Malindi,
uno de los enclaves portugueses en la costa de Kenia. Desde allí tomaría un
barco portugués hasta Lisboa. Nunca llegó a su destino. Estaba formada por el
misionero jesuita Antonio Fernandes, el noble Fecur Eczie y diez soldados
portugueses con un pequeño grupo de servidores etíopes.
Si el viajero actual se queja de
las incomodidades de un viaje por carretera hasta el sur desde Adís Abeba, en
el siglo XVII era una auténtica hazaña de tonos épicos. Pueblos rebeldes y
levantiscos, una geografía difícil, la ausencia de caminos y puentes para
salvar los ríos, los animales salvajes y las enfermedades, como señala el
autor. En nuestro caso, el avión salvó todos esos problemas en algo menos de
una hora.
El portugués Fernandes fue sin
duda el primer europeo en cruzar este territorio y dejar una fiel reseña de sus
habitantes, del terreno y las costumbres. Aquellas tierras dejaron de ser
desconocidas:
Alcanzaron
al fin el río Omo y lo cruzaron sirviéndose de una suerte de burdos flotadores
que fabricaron con piel de vaca. Viajar por aquellas regiones era sumamente
complicado, y aún hoy lo es, pues son muy montañosas y los senderos se abren
junto a pavorosos precipicios… Mirar hacia abajo -relataba años después
Fernandes a D’Almeida- era como mirar al infierno.
La belleza del lugar era
paralela a su peligrosidad. La carretera, en muchos momentos una mera pista de
tierra plagada de baches y descarnada por las lluvias y el tráfico, ralentizada
el avance del minibús. Era como ir en una coctelera que se agitaba permanentemente.
Pero los vaivenes no podían sustraernos ese paisaje áspero y temible, de
aquellas altas montañas y tremendos barrancos y valles. Sin embargo, no tuve la
impresión de estar mirando al infierno cuando lo hacía hacia la hondura o no
tenía ese recuerdo entre las imágenes de mi mente, que se enroscaban en
continuas curvas sin fin.
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