En un extremo del mercado habían
instalado la parte de las artesanías, un mundo de máscaras y tallas que
imitaban los diversos tipos sociales. Eran primitivas y muy expresivas, ojos
cerrados y labios extensos, en horizontal, posiciones hieráticas y brazos
pegados al cuerpo. Era un poblado en madera de varios colores y dibujos. Los
cestos y las calabazas eran de gran calidad. Mis compañeros fueron negociando y
animando el mercado con sus regateos, que luego explicarían con el orgullo del
buen comprador que ha sabido bajar el precio de forma ostensible.
Pablo y Fernando buscaban
máscaras, su gran afición. Estuve tentado de seguir su ejemplo y comprar alguna.
Estaba poco convencido y en mi casa ya no entraban más trastos. Me pregunté si
les gustarían a mis sobrinos y a mis hermanos.
Las cabras paseaban libremente
mezcladas con los niños que corrían y jugaban. Eran los más felices de todos y
los grandes animadores. Los turistas eran un motivo de diversión y quizá de
ingresos. Los más pequeños iban en brazos o a la espalda de sus hermanos, que
no habían cumplido aún los seis u ocho años. Eran sus improvisados juguetes.
Llevaban camisetas de fútbol.
Un grupo de mujeres llamó mi
atención con sus calabazas de cuellos curvos, como falos desinflados. Los
dibujos geométricos eran de gran calidad. Fue mostrar interés y preguntar el
precio y se levantó un enjambre de vendedoras que habían detectado una
oportunidad de negocio. Sonreí y me alejé, pero lo interpretaron como una
estratagema. De pronto, me vi rodeado por tres vendedoras agresivas que me
metían las calabazas por la nariz y mascullaban algo ininteligible, dos
ancianas emperradas en que me fotografiara con ellas, una jovencita que se insinuaba
con timidez para que me hiciera una foto con ella y no con las ancianas, cuatro
chavalines gritando “birr, birr, shoes,
shoes”, varios de mis compañeros descojonándose de risa por la aglomeración
y haciendo fotos de la escena, las señoras y la chavalita reclamando 5 birr por su imagen robada, los niños
insistiendo aunque supieran que no iban a conseguir nada, pero pasándoselo en
grande, una de las señoras que de poco me da con uno de los bidones amarillos,
con las vendedoras de tallas incorporándose al tumulto y separando a las de las
calabazas, el del fusil soviético pasando del tema, menos mal, los hombres
sonriendo por primera vez en la tarde… y yo en medio de aquel jaleo.
Me fui moviendo, algunos se
fueron desprendiendo y ya no pude pasar desapercibido y disfrutar
tranquilamente del mercado. ¡Qué se le va a hacer! Respiré al subir al
vehículo. Aún aporrearon los cristales hasta que Mamush se mostró cabreado.
Desde la atalaya segura del bus contemplé la escena y me reí un buen rato.
A pocos kilómetros estaba Buska
Lodge. De camino, observé a la luz del atardecer las rosas del desierto, como
pequeños baobabs de flores vistosas.
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