Los Banna estaban directamente
emparentados con los Hamer (o Hamar) con los que compartían grupo lingüístico y
con los que podían casarse. No era fácil conocerles en sus aldeas puesto que se
encontraban alejadas de las principales vías de comunicación, de ahí que la
mejor oportunidad la ofrecieron los mercados, como el de Turmi.
Mamush comentó que los Banna
habían cuidado menos su cultura ancestral y era habitual que vistieran con
prendas occidentales aunque mantenían sus ricos y vistosos adornos, su seña de
identidad. Eran unos 35.000 individuos que ocupaban esa zona que visitábamos
hasta Kenia y que compartían con los Hamer. En muchos casos era complicado
identificarlos.
Su forma de vida había
evolucionado ligeramente. Seguía siendo un pueblo seminómada de pastores
trashumantes de cabras, ovejas y vacas, su principal riqueza. La búsqueda de
pastos les obligaba a moverse y a instalar sus precarias viviendas según los
dictados del alimento para el ganado. Su agricultura era bastante precaria, con
cultivos de sorgo, sésamo y maíz. Su gran tesoro, que les permitía el trueque
por otros productos y mercancías, era la miel silvestre, que disfrutamos en los
desayunos.
Su organización social se basaba
en lo que denominaban un sistema de edades. Los ancianos ocupaban la parte más
alta. Presidía un jefe espiritual o dirigente ritual, el Bitta. El tránsito de los jóvenes hacia la vida adulta se producía
mediante la ceremonia del salto del toro, la misma esencialmente de los Hamer.
Las mujeres ocupaban un papel subordinado.
Eran tolerantes con las culturas
cristianas, aunque leí que los misioneros habían avanzado poco en su conversión
definitiva. Temían las represalias de los espíritus malignos. Había que llevar
cuidado con ofenderles ya que en sus creencias vengarse era loable, lo que
había provocado varias matanzas entre vecinos, principalmente por el robo de
ganado.
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