Cuando nos dijeron que teníamos
la tarde libre hubo opiniones para todos los gustos. Para algunos era una
bendición que les dejaran descansar. Otros, aprovecharon para dar un paseo por
el pueblo y hacer compras. Ione y Edu querían regresar a las iglesias y no dudé
en unirme a ellos.
Ione y Edu eran los más jóvenes
del grupo y los más dinámicos. Ione era un ciclón de la naturaleza, plena de
iniciativa y energía. Edu se dejaba llevar y cuando no estaba de acuerdo con
las iniciativas era lo suficientemente hábil para cambiar los planes sin
discusión alguna. Desde ese día nos hicimos buenos amigos. Sintonizamos muy
bien. Ione le pidió las entradas a Mamush y caminamos hacia el grupo sur, el de
la Jerusalén celestial.
Les comenté en el camino mi
experiencia en Jerusalén y el recuerdo de la pequeña iglesia o capilla etíope
en la ciudad. Contrastaba con la riqueza de otras iglesias cristianas. La
regentaba un único sacerdote de mirada extraviada. Relucían los iconos con las
llamas de las velas.
Esta vez fuimos a nuestro ritmo,
despacio, degustando cada lugar, sin el ajetreo del grupo. Había pocos
visitantes, lo que permitía asomarse a una ventana, escrutar los rincones o
perderse por las rutas alternativas, que muchas veces no llevaban a ninguna
parte. A cada paso nos pedían las entradas, que enseñaba Ione con las
explicaciones pertinentes, ya que les extrañaba que fuéramos sólo tres mientras
que las entradas eran para un grupo mayor. El nombre de Mamush nos abrió muchas
puertas.
Después de acercarnos a Biet Gabriel Rafael subimos a la parte alta y observamos el patio superior y el camino que llevaba hasta él, la senda hacia el cielo. El cielo se fusionaba con el hermoso paisaje que circundaba la ciudad. Más allá, sobre la colina, otros visitantes se aventuraban por el terreno verde en busca de nuevas perspectivas y, quizá, de nuevas experiencias.
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