Los hipopótamos aparecieron
pronto. Primero, como ligeras ondulaciones, como líneas dispersas en la
superficie. Después, asomando los hocicos, un instante, para regresar a las
profundidades, que alcanzaban entre diez y catorce metros de profundidad.
Quedamos expectantes, cámara en ristre, por si se aventuraba a salir a la
superficie alguno más. Había que estar atento porque salían un momento,
agitaban las orejas y se sumergían. De pronto, se reunieron media docena en
diversas posiciones, casi rodeándonos, como si nos acecharan antes de un ataque
o simplemente buscaran marcar el terreno. Era probable que estuvieran
acostumbrados a los turistas, no a los cazadores, interesados en disparar las
cámaras y no los fusiles.
Avanzamos hasta una isla
frondosa. Entre las ramas de un denso bosque apareció el vistoso cuello de un
águila que para nuestro disfrute emprendió el vuelo con las amplias alas
extendidas, en exhibición de plumaje. Era majestuosa.
Una grulla o garza permanecía
hierática, como en un posado. Los cocodrilos, también. Tardaron en moverse, en
fijarnos en sus mentes. Seguíamos sus evoluciones, se arrojaban al agua,
nadaban en torno a la embarcación, a distancia prudente. Puede que nos temieran
tanto como nosotros a ellos. Uno se enganchó a la cuerda de un aparejo de pesca
y Mamush estuvo luchando para desprenderla. Temimos que el animal reaccionara,
diera un tirón y cayera nuestro guía. Alguno le sugirió que no continuara, pero
él estaba dispuesto a liberar al animal.
Completado el avistamiento
iniciamos el regreso. El patrón se había propuesto no perder tiempo y le dio
caña al motor. La superficie estaba más picada y los que íbamos en primera
línea nos calamos hasta los huesos. Los botes sobre el oleaje animaron al grupo.
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