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Imágenes y palabras de Etiopía 118. Atardecer y cena.


 

Los dos grandes lagos, el Abaya al norte y el Chamo al sur, eran dos manchas plateadas en el horizonte. El paisaje inmediato lo protagonizaba una espesa masa de arbolado que se ondulaba con las variaciones del terreno. Era un mar de árboles estático, paciente, estable a la luz del atardecer. Un bosque orgulloso de cubrir las sinuosidades de las montañas. Por desgracia, el cielo estaba gris, las nubes no se rasgaban lo suficiente para dejar pasar el sol y tuvimos la impresión de que habían atenuado la intensidad del atardecer.

Aquel espeso bosque estaba repleto de aves y otros animales, a los que acompañarían los espíritus, que se animarían a salir con la protección de la noche. Era el Puente del Paraíso, un nombre muy sugerente y que sin duda respondía a la realidad de aquel paraíso idílico. Por debajo discurría el acuífero de Swayne que estaba en peligro de extinción y protegido por las leyes.

Las montañas escalaban hacia la lejanía. Estaban envueltas en la bruma, que las convertía en manchas oscuras privadas de protagonismo. Reinaba el silencio. Intenté buscar en el entramado verde el inicio de las llanuras de Nechisar, la hierba blanca, como significaba ese nombre en amariña. No era época de lluvias. Esa palidez que diferenciara el ámbito que abarcaba mi vista no se distinguía desde el mirador.



Aparecieron Ione y Edu y acompañamos el tránsito del sol en su último tramo hacia su guarida nocturna comentando las incidencias del día y los proyectos para los días venideros. Se unieron a nosotros Pablo y Fernando. Guardo un grato recuerdo de ese momento.

Cenamos animadamente. El comedor era un amplio pabellón que hacía las veces de bar, club social y, por supuesto, de comedor. Nos situaron en una larga mesa comunal, nos dieron unas estupendas cervezas Havesha, bien frías, y se disparó el diálogo. La cena consistió en sopa, tan presente a lo largo de todo el recorrido, y pescado frito, que supusimos que era alguna de las especies que habitaban los lagos.



Poco después de entrar en mi habitación sonó la puerta. Alguien llamaba. Un empleado me entregó una vela y una caja de cerillas. Era habitual que se fuera la luz, según deduje de los gestos del mismo.

La habitación era bastante amplia. En la entrada había dejado la maleta y mi ropa, en una esquina había una mesa para escribir que invadí con todos mis trastos y, frente a la cama, ancha y cubierta con una mosquitera, dos sillones y una mesita baja. Me instalé en uno de ellos y fui combinando las lecturas con mis notas. Me gustaban esos momentos de intimidad y silencio en que me entregaba a pensar, a reflexionar sobre la experiencia vivida en esa jornada y en las anteriores. Eran momentos exclusivos para mí.

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