Los dos grandes lagos, el Abaya
al norte y el Chamo al sur, eran dos manchas plateadas en el horizonte. El
paisaje inmediato lo protagonizaba una espesa masa de arbolado que se ondulaba
con las variaciones del terreno. Era un mar de árboles estático, paciente,
estable a la luz del atardecer. Un bosque orgulloso de cubrir las sinuosidades
de las montañas. Por desgracia, el cielo estaba gris, las nubes no se rasgaban
lo suficiente para dejar pasar el sol y tuvimos la impresión de que habían
atenuado la intensidad del atardecer.
Aquel espeso bosque estaba
repleto de aves y otros animales, a los que acompañarían los espíritus, que se
animarían a salir con la protección de la noche. Era el Puente del Paraíso, un
nombre muy sugerente y que sin duda respondía a la realidad de aquel paraíso
idílico. Por debajo discurría el acuífero de Swayne que estaba en peligro de
extinción y protegido por las leyes.
Las montañas escalaban hacia la
lejanía. Estaban envueltas en la bruma, que las convertía en manchas oscuras
privadas de protagonismo. Reinaba el silencio. Intenté buscar en el entramado
verde el inicio de las llanuras de Nechisar, la hierba blanca, como significaba
ese nombre en amariña. No era época de lluvias. Esa palidez que diferenciara el
ámbito que abarcaba mi vista no se distinguía desde el mirador.
Aparecieron Ione y Edu y
acompañamos el tránsito del sol en su último tramo hacia su guarida nocturna
comentando las incidencias del día y los proyectos para los días venideros. Se
unieron a nosotros Pablo y Fernando. Guardo un grato recuerdo de ese momento.
Cenamos animadamente. El comedor
era un amplio pabellón que hacía las veces de bar, club social y, por supuesto,
de comedor. Nos situaron en una larga mesa comunal, nos dieron unas estupendas
cervezas Havesha, bien frías, y se disparó el diálogo. La cena consistió en
sopa, tan presente a lo largo de todo el recorrido, y pescado frito, que
supusimos que era alguna de las especies que habitaban los lagos.
Poco después de entrar en mi
habitación sonó la puerta. Alguien llamaba. Un empleado me entregó una vela y
una caja de cerillas. Era habitual que se fuera la luz, según deduje de los
gestos del mismo.
La habitación era bastante
amplia. En la entrada había dejado la maleta y mi ropa, en una esquina había
una mesa para escribir que invadí con todos mis trastos y, frente a la cama,
ancha y cubierta con una mosquitera, dos sillones y una mesita baja. Me instalé
en uno de ellos y fui combinando las lecturas con mis notas. Me gustaban esos
momentos de intimidad y silencio en que me entregaba a pensar, a reflexionar
sobre la experiencia vivida en esa jornada y en las anteriores. Eran momentos
exclusivos para mí.
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