La ciudad me cautivó de forma
inmediata, quizá por la tranquilidad que se respiraba al atravesarla. Tenía un
efecto relajante, algo necesario cuando sentías una profunda frustración tras
una jornada casi perdida.
Arba Minch era la puerta del
sur, quizá el último vestigio de civilización tradicional que daba paso al
mundo tribal, a esa idea apriorista que teníamos de África, muy diferente del
norte, más avanzado, imperial, con una civilización muy diferente.
Las amplias avenidas recogían el
pasear a ritmo pausado de una población que estaba en torno a los 70.000
habitantes. Convivían en aparente perfecta armonía las diversas comunidades, lo
que quedaba reflejado en una mezquita y una iglesia ortodoxa en construcción en
lo alto de la montaña. Estaba rodeada de campos de cultivo, especialmente de
falso banano, que aportaba un alimento esencial en la zona. Se dividía en dos
distritos: al norte, Sikela, la llanura, la zona comercial y residencial. Al
sur, Secha, una zona escarpada donde se encontraba el hotel Swaynes. Estaba
aislado, más cerca de la ciudad de lo que imaginábamos y lejos de la posible
distorsión de los seres humanos. La naturaleza era su gran protagonista. Nos
encontrábamos a una altura de entre 1300 y 1600 metros sobre el nivel del mar.
Mamush nos aconsejó disfrutar de
la puesta de sol, un magnífico espectáculo desde el privilegiado mirador del
hotel. Esperé a que trajeran las maletas, saqué la cámara, y me acerqué al
extremo de la finca donde la montaña caía a plomo. No estaba solo, tampoco
había aglomeración. Era extraño que el inicio de esta etapa del viaje se
abriera con un atardecer, con un final, aunque sólo fuera para revivir al día
siguiente.
La parte consolidada del hotel,
y la más antigua, estaba constituida por tres hileras de edificios de una
planta, como bungalows adosados con un pequeño porche donde sentarse a
disfrutar de la tarde, con permiso de los insectos, bastante activos a la caída
de la tarde. La parte en construcción estaba inspirada en los poblados de la
zona, unas enormes cabañas de tejido vegetal con forma de conos. En las
encrucijadas de las sendas habían apostado esculturas o singulares muñecos
forrados de hojas y ramas y coronados por flores para simular personas. Se
apreciaba un deseo de agradar al huésped. Los empleados eran cariñosos y
sonrientes.
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