Para la continuación de la historia del Arca me traslado a otro libro, Los caminos perdidos de África, de Javier Reverte, que también resumía las conclusiones de otra obra, El signo y el sello (una búsqueda del arca perdida), de Graham Hankock, que en su versión inglesa me prestó mi buen amigo y compañero de viajes Arturo Garrido.
Siguiendo la Biblia, Salomón construyó un templo para albergar el Arca. Las referencias en los textos antiguos sobre la misma desaparecen en el siglo VI a. C. hasta que reaparece en el siglo XIV de nuestra era en el Kebre Negest, el libro escrito por Isaac, un sacerdote de Axum, y que dice traducir un libro de Alejandría. Era un momento de incertidumbre para el país, acuciado por los envites del nuevo poder emergente, el Islam, por lo que había que fortalecer los orígenes y las instituciones políticas y sociales y dotarlas de sanción divina, como destaca González Núñez, para quien la presencia judía explica la aparición de la leyenda y reforzaba el elemento judío. El judaísmo llegó probablemente y de forma paulatina desde el sur de Arabia, donde abundaban las colonias hebreas. Aunque se extendió considerablemente, cedió ante el empuje del cristianismo, pero dejó su huella.
Parece que el Arca ardió -regreso a Reverte-, según los historiadores, en la destrucción del templo de Jerusalén a manos de los ejércitos babilonios de Nabucodonosor, en el 587 a. C. Aquí termina la historia y empieza la leyenda.
Hancock afirmaba que fueron “sacerdotes israelitas, descontentos con las actitudes sacrílegas del rey Manasseh –que reinó en Jerusalén entre los años 687 y 642 a. C.- quienes la hurtaron del templo de Salomón y la llevaron Nilo arriba, hasta la isla de Elefantina, en el actual Asuán”. Construyeron un templo y quedó encargada su custodia a una colonia religiosa hebrea. En el 410 a. C. los egipcios destruyeron el templo y los sacerdotes judíos huyeron y trasladaron el Arca a Etiopía, hasta una isla al norte del lago Tana, “donde se encuentra el monasterio de Tana Kirkos”. Allí permaneció ocho siglos. Hancock sustenta su teoría en que se encontraron “restos de dos altares muy antiguos en el estilo del ritual judío, y que una comunidad de etíopes practicantes del judaísmo, los falachas, ha sobrevivido hasta nuestros días en las riberas del lago Tana”.
En el siglo IV d. C. el rey Ezana se convirtió al cristianismo y confiscó el Arca, que trasladó a Axum. Para albergarla se construyó la antigua iglesia de Santa María Madre de Cristo, en el 372. Ese fue su refugio hasta la irrupción del caudillo musulmán Gragn, que puso en jaque el reino y al cristianismo. En 1535 conquistó Axum y la iglesia fue saqueada e incendiada. Los monjes lograron sacarla a tiempo y trasladarla a un lugar escondido del lago Tana. Derrotado Gragn, regresó a Axum y el rey Fasílides mandó construir en el año 1600 la iglesia de Santa María de Sión para darle cobijo. Allí quedó oculta para todos salvo para el celoso guardián que la custodia. Ni el patriarca ni el emperador, en su tiempo, ni el máximo mandatario del país pueden verla. Menos aún los turistas y viajeros.
Bajamos unas escaleras hasta un museo que guardaba importantes piezas: cruces, coronas, ternos litúrgicos, sombrillas y otros utensilios religiosos.
A los hombres nos dejaron entrar en la iglesia de Fasílides, que guardaba unos frescos magníficos con la virgen blanca y la negra, la representación de Samuel y el león o los arcángeles San Miguel y San Gabriel, que aparecieron cuando un sacerdote movió las cortinas que los protegían del sol.
Al final tuvimos que correr para no perder el vuelo a Adis Abeba.
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