Javier Reverte, en su libro
sobre Pedro Páez, lanza su propia teoría, muy bien argumentada:
La
certidumbre histórica queda, pues, tan sólo en un hecho: las leyendas viajaron
en el equipaje de las tribus semitas, practicantes del judaísmo, que comenzaron
a descender hacia Etiopía desde Arabia a partir del siglo VII a. C. Con ellos
venía la historia de aquella mítica reina de Saba y un credo que, en forma muy
lenta y sutil, fue impregnando las creencias de los pueblos. Pero a los reyes
etíopes, desde la conversión de Ezana al cristianismo, en el siglo IV de
nuestra era, les vino que ni pintada la leyenda para afirmar el carácter divino
de su linaje. Y ninguno de los usurpadores y falsarios que ocuparon el trono de
los salomónidas en los siglos posteriores, y hasta 1974, renunciaría a
proclamarse descendiente en línea directa de Menelik I.
Qué ocurrió en Etiopía antes de
la reina de Saba es completamente desconocido. La primera referencia histórica,
el arranque de su historia, lo marca esta mítica reina que podía elevar la
moral histórica de cualquier pueblo y que al etíope lo vinculaba con Dios como
el pueblo elegido. Era una leyenda fácil de entender y de asimilar como parte
de la historia.
El palacio de la reina de Saba
estaba bastante bien conservado. Permitía hacerse una idea de su configuración
por los ordenados restos bien restaurados. Conservaba los muros hasta la
cintura con lo que era fácil trazar las estancias e imaginar la actividad
palaciega mientras paseábamos por el recinto.
Frente al palacio había una gran
extensión con estelas. Un rebaño de cabras, ovejas y vacas pastaba muy cerca y
desmitificaba el lugar. Todo estaba dominado por el verdor.
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