Montamos en el vehículo bajo un
cielo plomizo y amenazante de lluvia y atravesamos con parsimonia la ciudad. El
tráfico era escaso. Nuestro siguiente destino estaba asociado con la reina de
Saba. Antes de llegar a su palacio pasamos por lo que denominaban como el Baño
de la reina de Saba, un amplio estanque entre la carretera y las rocas de la
colina. Un grupo de jóvenes se bañaba desnudo en las aguas marrones ajeno a las
miradas de quienes pasaban.
Nos llevaron después hasta una
estela que tenía la peculiaridad de llevar inscripciones en griego, en un
idioma desaparecido, el sabeo, y en ge’ez.
Conmemoraba las victorias del rey Ezana.
La visita a la ciudad de Axum
obligaba a retomar la figura de la reina de Saba, un personaje que se debatía
entre la historia y la leyenda, para mayor atractivo de su figura.
Leí el Libro Primero de los
Reyes que, en su capítulo tercero, hacía referencia a la visita de la reina
de Saba. La narración no era tan completa como la del libro etíope del Kebre Neguest o Gloria de los Reyes. Conforme al libro bíblico, la reina de Saba
supo de la prosperidad y sabiduría de Salomón y no dudó en realizar el viaje
con un enorme séquito y grandes regalos: “llegó a Jerusalén con gran número de
camellos que traían aromas, gran cantidad de oro y piedras preciosas”.
Durante su estancia quedó
fascinada: “vio toda la sabiduría de Salomón y la casa que había edificado, los
manjares de su mesa, las habitaciones de sus servidores, el porte de sus
ministros y sus vestidos”. No es de extrañar que quedara impresionada con la
sabiduría y la prosperidad que superaban todo lo que había escuchado con
anterioridad la ilustre reina. “El rey Salomón dio a la reina de Saba todo
cuanto ella quiso pedirle, aparte lo que Salomón le dio con magnificencia de un
rey como Salomón. Ella se volvió de regreso a su país con sus servidores”. En
términos similares se expresa el segundo libro de las Crónicas en su
capítulo 9, “La reina de Saba, en Jerusalén”.
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