Axum parecía más rica que
Lalibela. Había aceras, un paseo o bulevar con palmeras y flamboyanos, las
casas eran de ladrillo y reinaba cierto orden. Todos pensamos que habíamos
tenido mala suerte y que hubiera sido bonito pasear por la ciudad
tranquilamente.
Estábamos en la región de
Tigray, a más de 2000 metros sobre el nivel del mar, al pie de los montes
Likanos y Zobrado y al borde de la meseta de Azebo. Esta etnia acaparaba el
poder nacional. Su lengua era el tigriña.
Con celeridad, salimos del
aeropuerto para la primera visita, su gran orgullo: los obeliscos. El más
grande era de una sola pieza que medía 33 metros y pesaba 500 toneladas. Yacía
en el suelo partido en varias secciones. El mayor de los que permanecían
erguidos, de 24 metros, 160 toneladas y 1.700 años de antigüedad, fue
trasladado a Roma a instancias de Mussolini como botín de guerra por las tropas
italianas que invadieron Etiopía en 1936. Aunque al final de la guerra se pactó
su devolución, hubieron de pasar seis décadas hasta que se hizo efectiva. Para
ello, hubo que partirlo en tres partes y transportarlo en un avión especial. El
símbolo de Etiopía debía regresar Fue muy criticada esta operación por su alto
coste. Se podría haber dedicado a programas de desarrollo.
El obelisco estaba dividido en
trece pisos, como los trece hijos que tuvo el rey que mandó erigirlo y que
estaban enterrados debajo. Su decoración era singular. Eran como torres en que
hubieran sellado la puerta y cegado las ventanas para que nadie penetrara a su
interior. Era el testimonio del pasado glorioso de la ciudad, como afirmaba la
guía.
El tercer gran obelisco se
mantenía en pie gracias a unos vigorosos tirantes de acero. Medía 23 metros y
fue decorado a instancias del rey Ezana, el que se convirtiera al cristianismo.
Tres de sus caras estaban decoradas con la puerta de entrada y las ventanas en
sus nueve pisos.
El perfil de los obeliscos se
había repetido por todo el país en arcos y ventanas, como si quisieran
legitimar su forma. En el lugar había otras estelas y obeliscos. Parecían
formar un campo de menhires.
Muy cerca observamos la extraña
tumba del primer rey del imperio, el rey Armah.
Desde allí nos trasladaron a un
pequeño museo arqueológico que recogía piezas del antiguo imperio,
especialmente del palacio de la reina de Saba. Contemplamos dos maquetas que
reproducían los antiguos palacios, lo que permitía ser conscientes de su riqueza.
Por los restos de cerámica se comprobó que mantuvieron relaciones con el
Imperio Romano y los persas. Las monedas de oro con efigies de reyes concitaron
la admiración de todos.
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