Aquella mañana me deparó uno de
esos pequeños regalos de los viajes al despertar. Quizá fuera un regalo absurdo
o incómodo.
Me había acostado a las 10.30,
con lo que al amanecer estaba despierto. Había seguido en la cama donde podía
combatir mejor el frío de la habitación. Pese a todos mis esfuerzos, no había
logrado cerrar el portillo superior del ventanal. Desde hacía un buen rato
escuchaba la letanía del sacerdote, monótona, que se filtraba a pesar de los
tapones en mis oídos.
El espectáculo empezó sobre las
6.30: la lluvia. La tormenta se derramó con virulencia y el chisporroteo del
ataque aéreo fue incesante. Los truenos se sucedían con sacudidas aterradoras.
Me asomé al ventanal y no pude ver esa presa desbordada desde el cielo. Estaba
claro que el espectáculo se concentraba en el sonido.
Quizá los truenos marcaban el
terreno y recordaban la fuerza de la naturaleza, su preeminencia, su dominio en
este lugar. Nuestro destino dependería de su capricho, de que quisiera cesar
para dejarnos ir o nos retendría un día más por su aleatoria voluntad.
Mientras, rebotaba sobre el tejado acompañando la voz del sacerdote. Me
pregunté si era un castigo por nuestras acciones del día anterior.
En el descenso hacia el
aeropuerto hubo momentos de incertidumbre y cierto pánico. La niebla era muy
densa, el camino estaba embarrado y los campesinos que acudían al mercado del
sábado se filtraban por todas partes. En la zona de obras nos cruzamos con los
camiones chinos. El conductor de nuestro autobús puso a parir a los orientales,
que no respetaban nada ni a nadie. Haciendo amigos. Los pequeños autobuses
derrapaban sobre el barro y causaban terror. De la niebla salían campesinos
como espectros que cargaran con sus pecados. Lo que realmente cargaban eran sus
mercancías.
Se formaron dos grupos: el de
los que dudaban de que pudiéramos salir y los que nos inclinábamos por analizar
la situación con optimismo. Al descender algo más de la montaña la niebla se
desvaneció. En el valle reinaba un pequeño claro. La pista de aterrizaje estaba
húmeda, pero no anegada.
Ahora me parece que la espera
fue corta y tranquila. Hasta que no llegó el avión y embarcamos no nos
relajamos.
La mayor curiosidad del vuelo
fue una zona de montaña muy seca, erosionada, marrón.
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