La experiencia nos permitió
modelar nuestra perspectiva, avanzar más despacio, más tranquilos, fijándonos
en los detalles. Volvimos a entrar en las dos iglesias principales, Santa María
y el Redentor. Admiramos sus fachadas, sus estructuras cúbicas excavadas en la
roca, los atrios, las ventanas, los pequeños adornos. El ritual de nuestra
visita nos llevó nuevamente a asomarnos a algunas cuevas y algunas de las otras
iglesias. Estábamos algo cansados de quitarnos los zapatos por lo que no
entramos en ninguna otra.
Aquel paseo rebajó nuestra
sensación de frustración. Volver a visitar aquellas maravillas era en parte un
privilegio que debíamos de agradecer y disfrutar, al margen de nuestra mala
suerte por la incidencia del tiempo, que fue rebajando su furor hasta dejar
incluso en algunos momentos que el sol se filtrara.
Para el viajero el tiempo es oro. En los viajes programados todo va milimétricamente encajado y las incidencias pueden llevar consigo la pérdida de alguno de los destinos intermedios. Desgraciadamente, en nuestro caso, la siguiente etapa era uno de los elementos esenciales para comprender la realidad histórica y cultural de este país, de ahí nuestra intranquilidad.
A las cinco cerraron y Ione
planteó rodear las iglesias por la parte superior y subir hasta un lugar
marcado por un árbol robusto donde descansaba un niño. Desde ese lugar
apreciamos que los tejados eran a dos aguas y no en forma de terraza plana,
como en algún momento habíamos creído. Fue la mejor perspectiva que tuvimos de
las iglesias.
Seguimos por un camino que unía
los dos grupos. La fachada de San Gabriel y San Rafael apareció en la lejanía
dando la impresión de ser un acueducto. El camino nos llevó por un campo verde
que acogía varias casas circulares con techo cónico de paja. Nos comentaron que
fueron desalojadas en su momento y ocupadas posteriormente por monjas. Dimos un
pequeño rodeo, subimos hasta un altozano y contemplamos el paisaje, que siempre
ofrecía algo hermoso.
Nos reunimos con el resto del
grupo que se había incorporado más tarde a la exploración de las iglesias. El
cielo abrió y se filtró algo de calor, lo cual nos dio esperanzas de cara al
día siguiente. Las nubes, no obstante, cabalgaban por el cielo y la niebla
seguía en las montañas.
En una plazoleta entre las dos
iglesias principales se celebraba una ceremonia. Bajo un colorido paraguas, un
sacerdote acompañado de dos acólitos, recitaba incesantemente un cántico
sagrado. De vez en cuando, los feligreses, escasos, contestaban y reverenciaban
la ceremonia. Algo más lejos, cerca de la puerta de entrada al complejo de
iglesias, otro grupo de orantes más numeroso acompañaba a distancia el ritual.
La calle que bajaba hacia la
iglesia de San Jorge estaba repleta de casas y tiendas que se mezclaban con el
barro y el cieno. Si te metías por una de esas calles laterales te encontrabas
con la más feroz miseria. Parte del grupo se aventuró guiados por un chaval.
María y yo bajamos hasta un café formado por dos cobertizos cónicos de paja,
abiertos, donde una chica preparaba café y vendía recuerdos. Un pequeño grupo
de gente local se mezclaba con otro de turistas orientales. Pedimos café y
disfrutamos de un descanso agradable. Un rato después se incorporaron nuestros
compañeros.
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