Unos meses después del regreso
del viaje volví a leer Los viajes de
Gulliver, de Jonathan Swift. Muchos años atrás los había leído en versión
infantil o juvenil y me animé a releerlo al encontrar una buena versión
comentada al revolver en mi biblioteca. Me sorprendió que fuera una sátira de
los libros de viajes, tan en boga en aquella época del siglo XVIII, como lo
fuera el Quijote en cuanto a los libros de caballerías. El exceso de datos,
cierta pompa, algunos términos ininteligibles o las descripciones soporíferas
podían ser objeto de una buena burla de un género que parecía volver a tomar
cierto apogeo. Me propuse evitar esos males que pudieran llevar a mi derrota
como escritor.
Aquella tarde de frustración me
sentí un poco como Gulliver al naufragar frente a Liliput o al ser abandonado
por su tripulación en Brobdingnag, o como Dampier después de alguna de las
incidencias de su recorrido. Recordé también una reflexión de Javier Reverte en
relación con llegar a tu destino:
Nada
puede ser peor para un viajero que desandar el camino y regresar sobre sus
propios pasos. Llegar a tu destino es un triunfo para la mentalidad occidental,
una forma de vencer sobre la vida y afirmar tu inteligencia. Regresar es perder
y también una suerte de humillación.
Después de la comida, que se
había alargado más de la cuenta por la lentitud exasperante del servicio, era
hora de intentar aprovechar la tarde. Y salieron a mi rescate nuevamente Ione y
Edu, a los que se unieron María, la canaria, y los dos matrimonios catalanes.
El objetivo eran las iglesias del sector norte, la Jerusalén terrenal.
Mantuve una animada conversación
con Ione y Edu, y les expliqué algunos aspectos de la arquitectura de las
iglesias. Cuando paseamos ante ellas procuré silenciar en mi mente el término
“sublime”, que habían puesto en boga los viajeros románticos del siglo XIX y
del que tanto se cachondeaba Javier Reverte al hacer examen de conciencia
viajera en su libro La aventura de viajar.
Yo tenía permitido, en una concesión hacia mi persona, ese vocablo, ya que era
persona de ciudad y recluido mucho tiempo en ella en mi condición de obrero de
la mente que trabajaba en un sector ajeno a los viajes. Viajaba, sí, pero los
viajes de trabajo son otra cosa: el placer está ausente. Como mucho te permiten
una breve escapada para oxigenar la cabeza. Para los que el viaje es algo
excepcional, aunque incardinado en nuestra filosofía de vida, se nos permite
expresarnos con la palabra sublime. Sublime fue el paseo de la tarde.
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