Cada vez que salíamos en nuestro
vehículo por los campos y las montañas del norte de Etiopía recordaba unos
párrafos del libro de Javier Reverte, Dios,
el diablo y la aventura:
En mayo,
el norte de Etiopía muestra un extraño clima, difícil de comparar con ninguna
estación del año en Europa. No ha llovido durante muchos meses y no lloverá
hasta junio. Y pega duro el calor en las horas diurnas. Sin embargo, en las
escarpadas montañas y en las hondonadas donde discurren los cauces secos de los
ríos, hace frío durante las noches.
Con los
paisajes de la región sucede lo mismo: hay anchas zonas desforestadas donde
bate el sol como un demonio y bosques sombríos en los que todavía reina el
leopardo. No es ni desierto ni selva, no es territorio de alta montaña ni de
valles feraces para los cultivos. Aquello es una rara mezcla de sierras
feroces, sequedad del aire, luz cegadora, junglas rudas, vehemencia dislocada
de la Naturaleza en suma.
Buscaba algo con lo que
compararlos, como el norte de España, desechaba la meseta castellana, que nada
tenía que ver con el altiplano que regularmente sobrepasaba los dos mil metros
sobre el nivel del mar, recordaba paisajes de sabana, nunca tan verdes, y
saltaba al repertorio de paisajes que guardaba mi memoria: nada coincidía.
En el fondo, me satisfacía,
aunque no pudiera realizar la maniobra reductora que facilitara el recuerdo
simplificando los rasgos y comparándolos con algo ya vivido. Por eso, al releer
a Reverte me di cuenta de que tenía que cambiar mi forma de observar y recordar
y que tenía que empezar de cero. Etiopía merecía una nueva carpeta, un nuevo
estilo paisajístico, un nuevo concepto de Naturaleza que reinaba en las
superficies planas (escasas, por cierto) o en cuesta que se colaban en mi
retina y me obligaban a pensar y a devorar con fruición. Ésa era la maravilla
de este país. O, al menos, de su mitad superior.
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