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Imágenes y palabras de Etiopía 94. Campos y montañas.


 

Cada vez que salíamos en nuestro vehículo por los campos y las montañas del norte de Etiopía recordaba unos párrafos del libro de Javier Reverte, Dios, el diablo y la aventura:

En mayo, el norte de Etiopía muestra un extraño clima, difícil de comparar con ninguna estación del año en Europa. No ha llovido durante muchos meses y no lloverá hasta junio. Y pega duro el calor en las horas diurnas. Sin embargo, en las escarpadas montañas y en las hondonadas donde discurren los cauces secos de los ríos, hace frío durante las noches.

Con los paisajes de la región sucede lo mismo: hay anchas zonas desforestadas donde bate el sol como un demonio y bosques sombríos en los que todavía reina el leopardo. No es ni desierto ni selva, no es territorio de alta montaña ni de valles feraces para los cultivos. Aquello es una rara mezcla de sierras feroces, sequedad del aire, luz cegadora, junglas rudas, vehemencia dislocada de la Naturaleza en suma.



Buscaba algo con lo que compararlos, como el norte de España, desechaba la meseta castellana, que nada tenía que ver con el altiplano que regularmente sobrepasaba los dos mil metros sobre el nivel del mar, recordaba paisajes de sabana, nunca tan verdes, y saltaba al repertorio de paisajes que guardaba mi memoria: nada coincidía.



En el fondo, me satisfacía, aunque no pudiera realizar la maniobra reductora que facilitara el recuerdo simplificando los rasgos y comparándolos con algo ya vivido. Por eso, al releer a Reverte me di cuenta de que tenía que cambiar mi forma de observar y recordar y que tenía que empezar de cero. Etiopía merecía una nueva carpeta, un nuevo estilo paisajístico, un nuevo concepto de Naturaleza que reinaba en las superficies planas (escasas, por cierto) o en cuesta que se colaban en mi retina y me obligaban a pensar y a devorar con fruición. Ésa era la maravilla de este país. O, al menos, de su mitad superior.

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