El destino de aquella mañana se
encontraba a una distancia que no pude precisar. En algunos lugares marcaba 20
kilómetros y en otros progresaba hasta los 40. Cuando le pregunté a nuestro
guía confirmó que invertiríamos entre una hora y media y dos horas en el
trayecto. De ello pude deducir que el camino sería infernal. Tenía razón en
cuanto a la calidad del firme, una pista de tierra embarrada a tramos y con
frecuentes charcos de considerable tamaño. Hasta allí aún no habían llegado los
chinos, o quizá no llegaran nunca si nada les atraía del lugar. En Etiopía
suele darse una regla: la calidad de la carretera es inversamente proporcional
a la belleza de los paisajes. Por tanto, el viajero que se embarca en una
carretera que le recordará algunos pasajes de La divina comedia de Dante será recompensado con un entorno
sobrecogedoramente sublime. Eso sí, que prepare los riñones para los baches y
que se arme de paciencia.
Ascendimos la cuesta que partía
de la plaza cercana a nuestro hotel, pasamos ante las iglesias y subimos hacia
el centro de Lalibela, plenamente prescindible. Quizá su mercado o la
curiosidad por ver dónde vivían en esta pequeña población merecía un breve
espacio de tiempo.
Nada más salir de la ciudad se
abrió un valle profundo defendido por las altas montañas que se iban
escalonando y que se desdoblaban en barrancos hasta cierta suavidad del rizado
del terreno en la parte baja. Todo era verde, salvo en las alturas, donde las
nubes impedían ver los picos y las crestas más altas, y el gris se apoderaba
del horizonte. El viajero no sabía muy bien hacia dónde mirar para no perderse
nada. Acompañé mi avance con un incesante disparo de mi cámara.
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