Tomé el camino hacia la
izquierda, inconscientemente, considerando que me encontraría ese espectáculo,
que bullía en mi cabeza, desde el altozano que se anunciaba. Tuve que prolongar
algo más mi caminar y sí, ahí estaba. El paisaje era un amplio valle verde con
el río en su parte inferior y prolongado hacia el horizonte, donde las montañas
se encajaban unas con otras, se superponían, cambiaban de color del verde al
gris. Esas montañas crecían por encima de los tres mil metros.
Para esta gente, y especialmente
para los críos, que un extranjero sólo se parara para contemplar lo que para
ellos era el pan suyo de cada día, era extraño. Abarqué la panorámica despacio,
intentando memorizar los detalles que me enamoraban.
Continué mis pasos según la
intuición y los cantos de sirena que emitían otros paisajes. Atravesé una calle
con casas de piedra bastante decentes, mujeres vestidas con colores vivos, bien
arregladas, limpias.
Un grupo de niños me sorprendió
mientras tomaba fotografías del atardecer. Me rodearon, intentaron llamar mi
atención y se pusieron como locos mientras recogía sus gritos y risas con el
vídeo de mi cámara.
Entré en otro hotel que
anunciaba buenas vistas. Nadie me preguntó si estaba allí hospedado ni se
interpuso en mi camino ya que lo normal era que un extranjero entrara en un
establecimiento para extranjeros. Era la división aceptada. Caminé en descenso
y encontré otro hermoso mirador, otro matiz del valle, otro rasgo de
espectacularidad que serenó mi corazón y dejó pleno mi espíritu.
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