Cuando regresamos al hotel aún
no se había extinguido la luz de la tarde. Me apetecía dar un paseo por la
ciudad. Al otro lado de la tapia del hotel encontré la verdadera Etiopía,
pobre, honrada, servicial, tranquila y resignada. En la calle que daba a la
espalda del hotel los lugareños jugaban al billar, tomaban café o cervezas, los
niños correteaban tras lo primero que encontraban y las parejas salían a pasear.
El atardecer no terminaba de dejar caer el sol, que se escondía tras las nubes.
Busqué el atardecer con algunos
de los escenarios realmente bellos que había contemplado desde el lugar de la
ceremonia del café o desde el autocar. Por supuesto, en la calle, a la salida
del hotel, esperaba un pequeño grupo de críos. Ya no era hora de que salieran
los farangi, los extranjeros, que se
refugiaban en sus hoteles, aunque aún continuaban al acecho, por si acaso.
Respetaban escrupulosamente la línea divisoria del hotel como el santuario
seguro de los viajeros. En caso contrario, un enjambre de chavales nos hubiera
abrasado sin piedad. Tenían que ganarse algo y por ello en la mayoría de los
casos ofrecían limpiar el calzado que había quedado bastante sucio con el barro
que estaba por todas partes. Otros, se acercaban, saludaban, preguntaban de dónde
venías, en muchas ocasiones en italiano, preguntaban el nombre, daban el suyo.
Intentaban iniciar una conversación para luego dar lástima y pedir algo, dinero,
una camiseta o lo que fuera. Eran persistentes y si ibas solo no te dejaban en
paz. Por ello, no les hice mucho caso. Darles limosna era pervertirles y
confirmar que podían ganar dinero sin trabajar. Era verdad que lo necesitaban,
lo que provocaba un debate interior. Quizá fuera preferible dar ese dinero a
través de alguna organización humanitaria, y si fuera local, mucho mejor.
Vacas, cabras y ovejas recorrían
la calle acompañadas de un pastor que ponía orden.
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