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Imágenes y palabras de Etiopía 89. El monasterio de Nakuta Laab II.


El monasterio era sencillo. Fue reconstruido en tiempos de la emperatriz Zewditu. Salió a la puerta un sacerdote de edad indefinible, envuelto en blanco. Nos hizo pasar a un patio donde estaban los tambores, un cuadro representando a Jesucristo y otro con una peculiar escena con cuatro de los reyes de la dinastía Zagwe con rostros parecidos. El que aparecía a caballo era el rey Nakuta Laab, que también era el personaje de torso descubierto y el que estaba recostado y ensartado en cinco espadas. El personaje de la esquina inferior derecha era un peligroso bandido al que capturó y que transcurridos los años se escapó y volvió a delinquir. La historia del rey estaba teñida de elementos sobrehumanos y míticos, como ya era habitual en este país.



Era un importante lugar de peregrinación para los enfermos atraídos por el agua bendita que goteaba desde el techo de la cueva y que era recogida en unos recipientes de piedra. Poseía propiedades curativas. En muchos casos, los que habían curado habían decidido quedarse a morir en aquel lugar, lo cual podría interpretarse como un contrasentido para nuestra mente occidental. Mamush nos contó que un pasadizo subterráneo comunicaba este eremitorio con Lalibela. Los que entraban nunca volvían a ser vistos. La razón era que querían huir de este mundo.



El otro atractivo del lugar eran sus tesoros. Entre ellos había manuscritos y códices, coronas o cruces donadas por reyes o personajes importantes para congraciarse con la Iglesia. También un tambor de oro. Estaban en un armario que abrió el sacerdote y que cualquiera podría abrir en su ausencia. Para nuestro deleite, se puso una de las coronas, sacó una de las cruces y posó de forma serena mientras le hacíamos fotos. Cambió de corona y de cruz. Nos mostró sobre un atril uno de los libros con bellas ilustraciones. Incluso recitó un fragmento de aquel libro sagrado escrito en ge’ez.



Nuestro guía explicó que en la religión etíope se podía bautizar cada año, como una renovación de votos. El sacerdote tomó agua sagrada y le roció el rostro para purificarle. Teresa y Eudaldo se animaron al mismo rito, que concluyó lanzando agua sobre todos nosotros. Era algo parecido a lo que ocurría en la fiesta de Timkat, la Epifanía, en que se conmemoraba el bautismo de Cristo por San Juan Bautista. La sensación era de paz.

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