Aquella tarde estaba programada
una visita a un monasterio cercano. La providencia nos concedía suficiente
tiempo, por lo que nuestro guía cumplió una promesa: llevarnos a una ceremonia
de café.
El café era originario de la
zona de Kaffa, de ahí su nombre, una región que sobrevolamos rumbo al sur y que
no llegamos a conocer. Desde allí había viajado a Arabia, que lo había
dispersado por el mundo conocido para su posterior salto a América. Era el
producto más exportado y un elemento cotidiano en la vida de los etíopes, que
lo preparaban de acuerdo con unas pautas con carácter de rito, algo que me
recordó a lo que ocurría con los japoneses y el té.
Cuentan las crónicas que el
descubrimiento del café, allá por el año 450 de nuestra era, fue casual y se
debió a un pastor, Kaldí. Éste observó que sus cabras se comportaban de una
manera extraña. Creyendo que estaban poseídas por el demonio acudió a los
monjes. Éstos consideraron que la causa de los desvaríos de las bestias podía
estar en la ingesta de alguna planta de la zona. Así fue como encontraron unas
matas mordisqueadas por las cabras y dedujeron que allí estaba la respuesta: el
arbusto del café.
Acudimos a una casa a la espalda
del hotel con unas vistas magníficas. El hogar estaba ordenado y limpio, y la
mujer encargada de la ceremonia, joven y atractiva, tenía todo preparado para
agasajar a los visitantes. Su piel mulata resaltaba con un hermoso vestido
blanco con un ribete dorado.
Cuando entramos, los granos de
café estaban sobre una plancha de hojalata calentada por un hornillo alimentado
por carbón vegetal. El grano tenía que adquirir un tono rojizo, nunca negro.
Mientras se tostaba, Mamush nos ofreció un orujo y licor de miel y limón con
unas obleas de trigo de sabor agradable. También, palomitas.
Una vez que los granos habían
adquirido la tonalidad y el tueste adecuado, nos trasladamos al patio, donde
fueron triturados con un mortero de madera, todo muy artesano. La mujer
solicitó la ayuda de algunas de las mujeres que, encantadas, contribuyeron a la
preparación. Posteriormente, calentó agua en una jarra de barro. El polvo de
café lo mezcló con el agua hirviendo. Todos los movimientos estaban medidos,
eran precisos, como un ritual familiar en que el proceso era tan importante
como el producto final. Notamos que realizaba toda la labor con cariño, lo que
nos permitió disfrutar con ese entusiasmo tan propio de los turistas.
Comentó Mamush que había que
tomar tres tazas. La primera era la más fuerte y concentrada. La segunda y
tercera eran más suaves ya que sólo se añadía agua, sin añadir más café. Soy
poco cafetero pero el sabor de aquél fue estupendo y me captó para la causa
para el resto del viaje.
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