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Imágenes y palabras de Etiopía 83. La casa de San Mercurio.


 

Al salir al exterior observamos una plataforma, una terraza abierta y tres entradas que parecían tapiadas. Biet Mercurios era en parte un hipogeo, una iglesia excavada en el interior de la colina.

El interior estaba dividido por varios pilares que me parecieron más anchos que los anteriores y quizá menos pulidos. La humedad campaba sobre los muros. Lo más curioso es que estaba a dos niveles. Las elucubraciones sobre su uso anterior como parte de la residencia real, salón de banquetes o un edificio de uso público, estaban abonadas por esa peculiaridad, una planta de triángulo irregular y una orientación incompatible con una iglesia. Leí que quizá fuera “la prisión de Satán”.



Me llamaron la atención unos frescos o pinturas murales que representaban a reyes con sus coronas y con lo que me pareció eran incensarios. Estaban deteriorados, pero se dejaban admirar.

Cuddus Mercurios o San Mercurio, fue un mártir que sufrió la persecución del emperador romano Decius o por Valeriano. Se le adjudicaban diversas leyendas y milagros.

Me quedé observando una pintura que representaba a un ermitaño de larga barba y melena que alzaba las manos a media altura. Su vestimenta estaba cubierta de escamas o pequeñas alas, como un arcángel. A sus pies, tres dóciles leones, a un lado, y otros tres leopardos igualmente serenos. Los caracteres escritos en ge’ez me eran totalmente ajenos, por lo que no pude deducir nada más. Quizás se trataba de Uriel, el cuarto arcángel (los otros tres eran Gabriel, Rafael y Miguel), que sólo es reconocido por la iglesia etíope, y que aparece en el Libro de Enoc, que, nuevamente, solo es reconocido por la iglesia etíope. No se encuentra entre los libros sagrados católicos. Al lado, un santo a caballo lanceaba a un guerrero postrado en el suelo que blandía una enorme espada.



En esta iglesia se produjo una escena singular. Un monje o sacerdote con su hábito blanco se situó junto al pilar decorado con los reyes. Yo le hice un par de fotos con flash y eso debió despertar las ansias de mis compañeros de viaje. Unos segundos después estaban acribillándole a fotos como si fuera un actor de Hollywood sobre la alfombra roja antes de entrar a promocionar una película. Yo estaba en el otro lado, lo que me permitió captar al monje con los ávidos fotógrafos, algunos sentados y otros disputándose un hueco para hacer la foto. Me pareció como un safari.



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