Cierta confusión atenaza mis
recuerdos sobre la siguiente iglesia. Al comparar mis fotos con otras imágenes
comprobé que eran de Biet Lehem. En mis notas figuraba como la casa de
Belén, aunque luego averigué que significaba la casa del Pan Santo, donde se
elaboraba el pan para la comunión. Otras denominaciones que le asignaban eran
la celda del ermitaño, el establo del caballo de Lalibela o el que había
descartado referido al lugar de nacimiento de Cristo. Los huecos que exhibían
no permitían el paso de un caballo. Como celda de un ermitaño era demasiado
complicada.
Exhibía unos andamios laterales
de madera y una cubierta a dos aguas que era como un sombrero. El aspecto simulaba
el morro de un animal, por la mitad inferior redondeada con una ventana que
podría ser un agujero de la nariz, con las puertas como ojos en la parte
superior. Quizá sus seis pequeñas aberturas fueran las salidas del humo de la
tahona, aunque no había tahonas en Etiopía, según leí. También parecía una
torre circular en un sistema defensivo.
En cualquier caso, se refería a
algo especialmente sagrado, quizá al “portador de la luz encendida”. Salíamos a
la luz después de atravesar túneles oscuros.
Biet Lehem
estaba comunicada con Biet Mercurios y Biet Emmanuel, hacia el
nordeste, por un largo túnel de un especial significado, según Mamush. Al
atravesarlo, partíamos del infierno y alcanzábamos el paraíso. Era un túnel
iniciático. Para obrar el milagro había que atravesarlo sin luz alguna y
cantando alguna canción religiosa o salmo. Alguno estuvo tentado en atravesarlo
y no precisamente por miedo o claustrofobia. Entramos y nos encogimos un poco,
usé la mano derecha para seguir la pared lateral y puse la izquierda sobre mi
cabeza para controlar el techo, y empecé a entonar “Jerusalén está fundada como
ciudad bien compacta, allá suben las tribus, las tribus del Señor”. El eco que
se formaba era tremendo y había que llevar cuidado con no estamparse contra el
de delante o ser impactado por el de detrás. Toda una experiencia.
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