La traslación de la ciudad Santa
a Lalibela estaba llena de detalles curiosos. Los dos grandes grupos estaban
separados por el río Jordán. En el lecho del río habían tallado una cruz que
evidenciaba la vinculación con la sacralidad. No eran los únicos elementos.
A veces los tajos practicados en
rocas y montañas daban la sensación de baluartes. Quizá lo fueran, aunque no
parecía que la ciudad o sus templos tuvieran una muralla protectora. Los tajos
en la roca también simulaban fosos. Era habitual que los lugareños o peregrinos
se sentaran en esos baluartes, algunos contemplando el paisaje, otros meditando
u otros a la espera del siguiente oficio. Era raro que estuvieran completamente
desiertos.
La colina donde se ubicaba el
segundo grupo mostraba sus trofeos dosificadamente entre las ramas de los
árboles.
Entramos por el sudoeste, con lo
que la primera iglesia fue Biet Gabriel Rafael. La guía de Lalibela
aconsejaba entrar por la casa de Abba Libanos. Tenía su explicación: este grupo
representaba el infierno, el purgatorio y el cielo o el Jerusalén celestial.
Era un recorrido simbólico que bajaba al vientre de la tierra y elevaba al
techo del cielo.
Se discutía si este complejo fue
concebido como un lugar sagrado. Varios de los edificios carecían de rasgos
arquitectónicos propios de las iglesias, como fuimos confirmando. No estaban
orientados según el eje este-oeste y quizá fueron edificios civiles. La
amalgama de iglesias no parecía seguir un plan ordenado, típico de los
santuarios. Aunque, en la actualidad, conformaban la segunda parte de la ciudad
Sagrada y respondían a un plan o simbología religiosa. Era hermoso toparse con
nuevos interrogantes.
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