La iglesia era de planta de cruz
griega que se reproducía en la parte superior como adorno y como parte del
sistema de drenaje que había permitido que se mantuviera en bastante buen
estado. Parecía como si la hubieran incrustado después de vaciar un espacio
irregular en la montaña. Su fachada era de color rojizo con un leve resalte
amarillo procedente de algún musgo o liquen. Lo más destacado eran sus ventanas
ojivales y unas bandas horizontales que compensaban el mayor grosor de los
muros al descender.
Rodeamos el patio por la parte
superior y bajamos para tomar una galería que nos condujo hasta la parte
inferior del patio y la entrada, con una estancia que denominaban “la casa de
los pobres”. En los muros se abrían huecos que comunicaban con otras estancias
y con tumbas, como en las otras iglesias. Todo estaba bastante resbaladizo.
El interior era menos
interesante que el exterior. Era de gran sencillez. Cuatro pilares cruciformes
mantenían el espacio central. Los visitantes entraban por tres puertas en el
lado oeste. La central era la más vistosa, con las vigas salientes al estilo de
Axum y un realce. En el lado este, como en otras iglesias, el tabot o sancta sactorum, el
paralelo a nuestro ábside. En el lado sur, una piscina para las purificaciones.
Leí que la forma general de la
iglesia simbolizaba un altar o seguía los patrones de los antiguos templos que
homenajeaban a los mártires. Lo que era evidente era su capacidad para atraer a
los visitantes.
Lo que no pude comprobar fue la
vinculación del templo con la profecía de la nueva Jerusalén recogida en el
capítulo 21 del Apocalipsis de San Juan.
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