La casa de la Virgen María, Biet
Mariam (o Bete Maryam), fue el primer templo construido en Lalibela
y el segundo más grande. Formaba un grupo con Biet Maskal (la casa de la
Santa Cruz), al norte, y Biet Denghel (la casa de las Santas Vírgenes
Mártires), al sur, compartiendo un mismo patio con Biet Mariam en el centro.
Como el Redentor, estaba adornada con la horrorosa cubierta instalada por los
italianos. Resaltaban sus tres pórticos que convertían el rectángulo de su
planta basilical en cruz latina. Era una pena que una parte de sus relieves
estuvieran muy dañados y gastados. Me llamó la atención uno que representaba a
San Jorge cabalgando y combatiendo acompañado de otra figura inidentificable.
Caminamos por el patio que
habíamos contemplado desde la parte superior y que había quedado despejado de
aquella masa de feligreses que devotamente habían ocupado aquel espacio con sus
rezos, plegarias, cánticos y voces. Aún quedaban algunas personas, como manchas
blancas, que charlaban sentadas en algún escalón, continuaban el ejercicio de
su fe en solitario, de cara a los muros o al interior, o simplemente
contemplaban a los visitantes y pasaban la tarde. Nos miraban sin recelo. Era
una mirada de sincera tolerancia, algo que habría que destacar en este mundo de
enfrentamiento en cuanto el otro es diferente.
Los muros del patio, que era el
fruto del vaciado para tallar la iglesia, estaban repletos de cuevas, huecos y
pasadizos con tumbas anónimas, quizá de hombres ilustres de la antigüedad que
tuvieron el honor de ser enterrados en sagrado. Me pregunté qué méritos había
que presentar para ese último homenaje, qué servicios a la iglesia, al estado o
al pueblo serían suficientes para dormir el sueño eterno en la roca de aquel
laberinto. Lo que es evidente es que eso era muy especial y no estaba al
alcance de cualquiera. Por si acaso, me abstuve de entrar en esos recovecos con
el peligro de encontrarme algún cuerpo o restos no deseados.
Había dos piscinas de
purificación más grandes y otra más pequeña, cerca de los muros. El agua
presentaba un color verde poco saludable. No estaban destinadas al sacramento
del bautismo, que se producía en el interior del templo. Una de ellas gozaba de
fama de milagrera para las mujeres estériles. Cuando lo comentó Mamush nos
miramos entre nosotros preguntándonos si habría alguna mujer dispuesta a la
inmersión en aquellas aguas. Desde luego había que tener fe para someterse a
esa prueba. Las mujeres de nuestro grupo dejaron clara su opinión y su opción.
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