Cualquier lugar era bueno para
aquellas gentes que se sentaban, abrazaban sus rodillas y dejaban pasar el
tiempo. Algunos se envolvían en los ropajes blancos como crisálidas. Al
terminar el ritual romperían su ensimismamiento y regresarían a su mundo terrenal.
Mientras, acribillábamos a los peregrinos con nuestras cámaras. Los niños nos
miraban con curiosidad para romper el tedio. En las galerías de acceso se
amontonaban los zapatos. Me pregunté cómo encontraría cada cual su calzado.
Nos situamos en el ángulo
nordeste del complejo, sobre Biet Mariam. Muy cerca, en la parte inferior, un
grupo de clérigos leía un libro sagrado y dirigía la ceremonia. Recordé un
texto que resumía perfectamente esa imagen:
Las
iglesias de Lalibela impresionan, sobre todo, porque logran trasmitir la carga
de fe y de visión cristiana del mundo de quienes se aventuraron a construir
algo semejante. Y también la de quienes hoy las visitan no como simples
turistas sino como peregrinos. Lalibela no es un fósil del pasado, interesante
sólo para los turistas extranjeros. Éstos, aunque aumentan de año en año, son
una gota de agua en un océano de devotos etíopes que se acercan a ella para
celebrar las grandes festividades cristianas como la Navidad, el Bautismo del
Señor, la Pascua, la fiesta de la Santa Cruz… Lalibela huele a cera reciente,
traída por los peregrinos y encendida delante de las imágenes de las que sean
particularmente devotos. Los sacerdotes van de aquí para allá, dando a besar
las cruces que llevan en la mano y dando a beber el tebel (agua santa) a quien se la pida; algún monje que otro asoma
su cabeza por alguno de los ventanucos excavados en la roca, leyendo su viejo
libro de piel de cabra y no se ofende si el turista le pide que pose para una
foto… y más si le deja caer un par de dólares etíopes. En Lalibela están no
sólo la roca del pasado, sino la Iglesia viva de hoy con su fe profunda y
también con sus límites.
Nuestro deseo de entrar en el
recinto coincidió con la marabunta de feligreses que salía. En la galería que
unía Santa María con el Redentor sentí agobio. Era estrecha y casi impedía un
flujo doble, de los que entraban con los que salían. Cualquier incidente podría
haber generado una escena de pánico. Menos mal que todo transcurrió con
normalidad. Unos minutos después aquello quedó prácticamente vacío.
0 comments:
Publicar un comentario