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Imágenes y palabras de Etiopía 69. Un eje este-oeste.


 

Entramos por la puerta sur, donde las taquillas, y topamos con dos enormes estructuras que cubrían las dos iglesias principales, la de Santa María (Biet Mariam), a la izquierda, y la del Redentor, a la derecha. Las cubiertas eran obra de los italianos y producían un efecto desolador ya que se cargaban la vista sobre la parte superior. El agua había causado muchos daños al complejo que habían obligado a sustituir ventanas y otros elementos constructivos y decorativos. Había que preservar esos tesoros. El agua era el gran enemigo de las iglesias talladas en la piedra. Un complejo sistema de drenajes trataba de combatirla.

El grupo de iglesias estaba organizado en un eje este-oeste que simbolizaría la Encarnación y la Redención. Quien entrara por el oeste y fuera hacia el este estaría siguiendo un camino de iluminación: por el oeste se mete el sol y simboliza la muerte, mientras que el este o levante significa la vida. Entraba por la tumba de Adán, por el pecado original, pasaba por Santa María, que había llevado al Redentor en su vientre, continuaba por San Miguel-Gólgota-Selassie, que simbolizaban la pasión y muerte del Señor, y finalizaban en Biet Madhane Alem, el Redentor, con la redención del mundo. Una peregrinación cargada de significado teológico.



Intentar visitar las iglesias en ese momento era imposible. Y un desperdicio. El espectáculo que se desplegaba ante nosotros merecía nuestra atención. Por eso, fuimos rodeando el complejo por la parte superior acompañados del murmullo de las plegarias. Este recorrido nos permitió hacernos una idea de conjunto y poder observar con calma los exteriores, los huecos que se abrían en el talud rocoso, cuevas, galerías u otras iglesias, todo ello aderezado con el blanco de los feligreses.

Las iglesias estaban permanentemente llenas durante las ceremonias. Alrededor, sentadas en torno al templo, un enjambre de personas vestidas de blanco, que parecía no prestar atención a los ritos y que, sin embargo, lanzaba una plegaria al aire cuando lo requería la liturgia. Algunos se acercaban a los muros de la iglesia y daba la impresión de que mantuvieran confidencias con ellos. Alzaban las manos con discreción, articulaban los labios, elevaban la vista y besaban el muro una y otra vez.

Apenas había movimiento hacia el interior de las iglesias y era raro contemplar a alguien que abandonara el privilegiado interior. A la finalización del oficio, una riada blanca desbordaba el entorno y se derramaba por las calles de forma silenciosa.


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