Nuestro vehículo nos condujo
hasta la entrada sur en un breve trayecto ascendente. Comprobamos que estaba a
pocos minutos de nuestro hotel. El cielo estaba algo desangelado y no sabíamos
si amenazaba lluvia. Me puse el chubasquero sobre una camiseta roja. A ratos
sentí cierto calor.
El ascenso había supuesto
también un incremento en la densidad humana. Nuestra zona estaba tranquila,
apenas recorrida por alguna persona solitaria. Sin embargo, en las
inmediaciones de los templos se acumulaba una multitud silenciosa vestida de
blanco. El blanco contrastaba con el marrón de la piedra.
Estábamos en época de
celebraciones religiosas y las ceremonias se sucedían en los templos que íbamos
visitando. Observar esas iglesias en pleno culto y repletas de peregrinos y
feligreses era todo un lujo, un regalo del destino que nos permitía introducirnos
en esos rituales en el lugar más adecuado.
Aquellas sencillas gentes, que
quizá habían caminado varios kilómetros para participar en la ceremonia,
estaban sentadas bajo los árboles, se protegían con paraguas de todos los
colores y se envolvían en sus finas telas blancas formando manchas de pureza.
Las mujeres cubrían sus cabezas y algunas el rostro. Procuraban dar la espalda
a los turistas para no ser fotografiadas y para no distraerse con la irrupción
de los extraños. En ningún momento hubo signos de rechazo hacia los visitantes:
simplemente nos ignoraron y se concentraron en el ritual.
El color blanco de aquellas
gentes me recordó dos pasajes del Apocalipsis de San Juan que identificaban los
vestidos blancos con la salvación. El primero correspondía al capítulo 3,
versículos 4-5:
Ellos
andarán conmigo vestidos de blanco, porque lo merecen. El vencedor será así
revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida,
sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus Ángeles.
El segundo, lo leí en el
capítulo 7, versículos 9-10:
Después
miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación,
razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con
vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: “la
salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”.
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