El rey sufrió una visión que
impulsó su obra. Me recordó a la que figura en el capítulo 21 del Apocalipsis
de San Juan referido a la Jerusalén celestial y a la Jerusalén mesiánica:
Luego vi
un cielo nuevo y una tierra nueva porque el primer cielo y la primera tierra
desaparecieron, y el mar no existe ya y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén,
que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para
su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “Esta es la morada de
Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él
Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá
ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha
pasado” (versículos 1-4)… Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me
mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y
tenía la gloria de Dios. Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa,
como jaspe cristalino (versículos 10-11).
A mi regreso, al profundizar
sobre la ciudad y sus construcciones comprobé que había varias referencias al
Apocalipsis de San Juan, texto que leí varias veces y que siempre me había
parecido extremadamente difícil de comprender.
Aquella primera tarde salimos a
visitar el grupo noroeste, que simbolizaba el Jerusalén terrenal. El grupo
sureste representaba el Jerusalén celestial.
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