El rey Lalibela no estaba
destinado al trono. Quizá tampoco a la santidad.
Según las actas de Lalibela, del
siglo XV, cuando nació el hijo del emperador Zan Siyoum, un enjambre de abejas
se posó sobre el cuerpo del niño sin dañarle, por lo que su madre exclamó, “las
abejas saben que será rey”, y le llamó Lalibela, “las abejas reconocen la
soberanía”. Esta curiosa leyenda estaba protagonizada, nuevamente, por las
abejas, como en el caso de Gondar.
El heredero natural era su
hermano Harbar, quien temió por su trono cuando tuvo conocimiento de estos
hechos. Para evitar la competencia mandó envenenarlo. Le entregaron un alimento
que fue probado por su guardaespaldas, y murió en el acto tras ingerirlo.
Después, le tocó el turno a su fiel perro, que siguió el mismo destino.
Lalibela consideró que no debía prolongar su vida ya que su presencia en este
mundo no era deseada. Así pues, también tomó el alimento envenenado. Lejos de
morir fue transportado por los ángeles que le mostraron unas construcciones
singulares. Dios le devolvió la vida y a cambio se comprometía a edificar once
iglesias similares a las que le habían sido mostradas en aquel viaje. También
se estableció otra condición: no podría utilizar madera ni argamasa, de ahí que
se viera obligado a tallarlas en la roca.
Ante este fenómeno, su hermano abdicó
en favor de nuestro santo rey y rogar el perdón.
Las iglesias se construyeron en
tan sólo 24 años. Según cuenta la leyenda, durante el día las construían los
obreros y durante las noches los ángeles. Se inspiraron en las construcciones
de Jerusalén. La ciudad se convertiría en el Jerusalén negro.
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