El hotel de Lalibela estaba
inspirado en las chozas circulares que salpicaban las montañas de Lasta y su
entorno de aldeas. Desde fuera daba la impresión de una aldea dividida en dos
partes por un patio. La zona de recepción y comedor era sencilla y acogedora y estaba
cerca de la entrada, a la izquierda. Como en otros casos, las habitaciones eran
como sepulcros blanqueados: hermosas por fuera y decepcionantes por dentro.
Descargamos las maletas, nos
asignaron las habitaciones y se produjo un peregrinar de clientes a la
recepción para solicitar el cambio. Yo tuve suerte: la mía tenía un pase. Algunos
compañeros se quejaron amargamente. A los que asignaron habitaciones del sector
derecho les tocó lidiar con humedades e incluso una plaga de orugas. Mamush
montó en cólera porque esa zona era de una categoría inferior y conocida por
sus malas condiciones.
Las cabañas se dividían en dos
alturas y en dos habitaciones cada planta. Un amplio ventanal daba al jardín,
bien cuidado, y al patio. Encima había unas ventanas batientes que cerraban
mal, no ajustaban, tenían los cristales rotos o carecían de cristales. La
temperatura bajaba ostensiblemente por la noche –estábamos a 2600 metros de
altura- y la humedad se colaba hasta los huesos. Si me quedaba leyendo o
escribiendo por la noche me arropaba con una de las dos mantas de la cama a
modo de poncho.
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