El aeropuerto de Lalibela era
como una agradable caja de zapatos. En el fondo, no necesitaba más, ya que el
flujo de viajeros era relativamente pequeño. Los aeropuertos regionales de
Etiopía eran básicos, con los servicios esenciales y sin todo ese tinglado
comercial, de restauración y ocio, que produce más dinero que las tasas
aeroportuarias. La recogida de maletas fue rápida. Nos esperaba un nuevo
vehículo para llevarnos a la ciudad. Aunque distaba unos 25 kilómetros, el
trayecto nos llevaría algo más de una hora. No fue tiempo perdido: atravesamos
un paisaje hermoso y salvaje de montaña, verde intenso, de un primitivismo que
trasladaba a un espíritu de aventura. Ascendimos la montaña, paramos en un
mirador improvisado y nos convencimos de que Etiopía no era un país seco en
época de lluvias.
Roha, su anterior denominación,
podría significar llanura donde el agua se acumula. Era un lugar con múltiples
suministros de agua, que era el protagonista de las tierras y montañas en donde
se encastraba la Ciudad Santa. En el siglo XIV, su nombre cambió a Uruar o
Warwar.
El desarrollo del lugar se
vinculaba con la dinastía Zagwe, de la etnia Agaw, cusita, no semita, que
gobernó la zona entre el año 1150 y hasta el 1268 o 1270. Esta dinastía interrumpió
la línea dinástica de los descendientes del rey Salomón por lo que fue
considerada usurpadora. Y qué mejor forma de reivindicar la legitimidad que una
obra arquitectónica increíble adjudicada a la intervención divina en forma de
ángeles. El pueblo quedaría impresionado y no discutiría el favor de Dios que
los reyes gozaban. Las dinastías posteriores trataron de minimizar los logros de
este favor de Dios. Fue uno de los periodos artísticos más ricos de su
historia.
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