Después de las visitas de cada
día, el hotel nos acogía para un breve descanso antes de salir a cenar.
Aprovechaba para estirar un poco, hacer algunos ejercicios para el cuello y las
piernas, revisaba las fotos, eliminaba las que no me convencían y procuraba
mandar algún mensaje, si la wifi lo permitía. Como lo hacíamos todos al mismo
tiempo y la red era muy básica, el colapso estaba garantizado. Lo intentaba y
si no tenía suerte lo aplazaba al regreso de la cena. Cerraba los ojos y me
relajaba.
Nos recogieron cuando la noche
empezaba a respirar en las calles. La iluminación de las mismas era
prácticamente nula. Las farolas estaban divorciadas de la ciudad. Sin embargo,
se apreciaban desde las ventanillas retazos de actividad: un grupo de hombres
charlando, unos críos que jugaban al fútbol con más intuición que visión de las
porterías, un lamento musical que salía de una destartalada radio…
Cenamos en un restaurante
típico, Four Sisters, que ofrecía una multitud de agradables platos
locales en su buffet. Las lentejas estaban espectaculares. Algunos platos
picaban muchísimo.
A los postres salió un cuerpo de
baile que interpretó danzas locales. Se fue animando el cotarro, sacaron a los
turistas, nosotros vestidos con ropajes del país, el cocinero se vino arriba y
se montó un jolgorio de época. Acabamos bailando el correspondiente a Paquito
el chocolatero en versión etíope y a simular el éxtasis de los querubines
sustituyendo las alitas por nuestras manos desplegadas, lo que causó mayor
hilaridad.
Fue una de las noches más
divertidas del viaje.
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