Me entretuve en rodear el
templo. El exterior exhibía como único adorno los pilares que formaban una
galería cubierta en torno a la fachada. En la galería se entretenía un grupo de
chavales locales ajenos a la belleza del interior. Sus carreras y risas
animaban la paz del lugar. Me saludaron con gestos simpáticos. El ábside era
redondo.
Las mujeres debían entrar a la
iglesia por la derecha y los hombres, por la izquierda. Nos descalzamos, como
era la costumbre, entramos y no quedamos decepcionados. Los frescos estaban
vivos y se expresaban con color y un punto de misterio. El techo, dividido por
las vigas de madera, estaba poblado por ochenta querubines de rostros similares
y miradas que abarcaban todo el templo. Les rodeaban sus alitas puntiagudas.
Las miradas eran tiernas e inquietantes. Ejercían una fuerza mística que
ayudaba a conciliar el espíritu con la solemnidad del lugar.
Al fondo de la iglesia apareció la representación de la Trinidad, con tres figuras iguales, como marcaba el canon, Cristo crucificado y acompañado por los ladrones, y otras escenas bíblicas. En las paredes laterales, representaciones de la vida de Cristo, a la derecha, y de la Virgen, a la izquierda. El estilo y la estructura ya nos eran familiares. Reyes y santos, comitivas a caballo y otros personajes completaban la iconografía que ocupaba todas las paredes. Por supuesto, San Jorge, como patrón del país. Me llamó la atención el fiero demonio que reinaba en el infierno. Cada escena mostraba su propio corazón.
Nos fotografiamos todos en la
escalera de la entrada con Mamush y uno de los sacerdotes.
El comentario general, ya
afuera, fue que las hormigas o las pulgas nos habían dado unos bocados tremendos
en las piernas.
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