África es un paraíso de aromas.
Podrías cerrar los ojos y guiarte según los aromas de los lugares por los que
transitas, a pesar de que, como yo, padezcas rinitis y tu olfato quede en
ocasiones atenazado por la sequedad del ambiente y que esa sequedad se
consolide con dureza en el interior de la nariz. Aquí los aromas son naturales,
aunque no siempre agradables: las especias, el olor de la tierra mojada tras
una tormenta, la fruta, la carne que pugna por no pudrirse, el bosque y sus
hojas batientes, el combustible altamente contaminante que satura el aire, los
excrementos de los animales. La naturaleza suele ganar la partida y se impone
para deleite de todo aquel que esté dispuesto a enfrentarse a ella. La ciudad
la maltrata y en los pueblos aún se vive una dura pugna. Quizá por ello África
cala tan hondo y por tanto tiempo. El olfato es duradero.
La zona más atractiva de los
mercados suele ser la de comida, la de fruta y verdura, la del alimento básico,
la del que trae el campesino tras una dura caminata y que representa su pequeño
excedente, quizá su pequeña riqueza o su pequeño lujo entre la subsistencia
básica. Allí estaban situados bajo un toldo, una tela o un paraguas para
combatir las horas monótonas al sol, sus escasos bienes al frente, sentados
sobre el suelo. Las mujeres eran mayoría. Los hombres constituían pequeños
grupos. Las medidas sanitarias eran inexistentes y era habitual observar a
gallinas, cabras y ovejas transitar plácidamente entre los alimentos.
Nos seguía un grupo cada vez más
numeroso de lugareños. Algunos pedían fotografiarse con nosotros o se dejaban
fotografiar y alucinaban al verse atrapados en las pantallas de las cámaras.
Otras personas se ocultaban tras sus telas. Algunas se enfadaban y se mostraban
amenazantes, como queriendo guardar celosamente su intimidad. Quizá un
misionero que llevara una cámara de fotos para su apostolado conseguiría más
fácilmente convertir a los feligreses por la intercesión del objeto y dividir
al pueblo entre los que le siguieran, como a nosotros, y los que le ignoraran y
odiaran.
Transitamos por la zona de
chatarra y por la de telas, ya que alguna compañera deseaba algún chal o fular.
En esa parte los vendedores estaban en casetas que eran un lujo para la zona.
Las mujeres se quejaron de que
les habían tocado el culo.
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