No estaba programada aquella
visita, pero la presión de todos obligó a parar en el mercado de Woreta (que
también vi escrito como Wereta o Warota), el centro administrativo de Debub
Gonder. Su población era de unos 26.000 habitantes. Estábamos a unos 1.800
metros sobre el nivel del mar.
Un mercado en África es un
microcosmos de sensaciones, compendio de imágenes, aromas, olores, vibraciones
e intuiciones. La aparente desorganización y pobreza transmite una riqueza
diferente que a veces satura y expulsa y otras imanta e integra en ese caos
vital que no puede dejar indiferente. Lo mercantil se combina con lo
antropológico. Sería muy difícil comprender la forma de vida de un pueblo, una
zona o cualquier otro tipo de ámbito sin haber visitado sus mercados.
Creo que la excusa fue comprar
cuadernos y lápices para regalar a los niños, que carecían de ellos. Nos los
pidieron con insistencia durante todo el viaje. La calle, que era la carretera
reconvertida, estaba animada con hordas de gente estable que quedó bastante
extrañada de nuestra presencia. Y como se intuía la actividad comercial nos
fuimos internando por la población.
Subimos por la perpendicular con
varias tiendas de ropa y varias personas que trabajaban con máquinas de coser
antiguas, como la Singer de mi madre, un objeto que en mi mente era más
de adorno que de utilidad (las mujeres del grupo confesaron que aún cosían con
ellas y que eran mejores que las modernas). Sobre una gran tela se secaba el
grano. Algún borrico esperaba junto a algún otro carro de transporte. La gente
paraba para observarnos, como si fuéramos personajes importantes o su séquito.
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