Paramos a contemplar cómo
faenaba un campesino. Araba con dos bueyes, uno blanco y de cabeza color barro,
y otro negro. El arado era un simple palo largo y delgado que se clavaba en la
tierra y se atascaba con frecuencia. Los bueyes iban con bozal para que no se
comieran el grano sembrado.
Abundaba el maíz, de tallos
crecidos, y el chat, que en algunos
casos confundí con el arroz. Sus hojas se consumían como estimulante y habían
ganado mucha popularidad en los países cercanos. Su exportación constituía una
buena fuente de ingresos. Exigía menos cuidados que el cultivo del café.
Algunos la denominaban flor del
paraíso por el efecto eufórico que producía, o el regalo de Alá, según leí en
un artículo de la revista Altaïr. Me recordaba a las hojas de coca de
los países andinos. Avanzando en aquella lectura me trajo a la mente las
sustancias consumidas por los hippies. Hacía volar el pensamiento o alcanzar la
iluminación espiritual.
Había una hora del chat, la bercha, en que se consumía en compañía de los amigos para huir de
la realidad que para la mayoría de los etíopes supone su día a día. Había que
llevar cuidado con su consumo ya que tenían efectos secundarios: tras la
euforia, la melancolía, el sentimiento de culpa. Producía anorexia, irritaba
las encías y causaba insomnio e impotencia. Robaba horas al trabajo, al
descanso y a la familia.
Avanzamos observando las labores
del campo, el sol que espejeaba sobre los campos inundados. Mamush nos dijo que
en un mes las lluvias habrían cubierto todo lo que observábamos y que sería
difícil de reconocer el paisaje. No había que perder detalle porque en su
aparente monotonía se desarrollaba una actividad constante: una vaca que
atravesaba la carretera y obligaba a reducir la velocidad, un grupo de
campesinos que se agachaban para faenar, caminantes silenciosos envueltos en
sus mantas y ayudados por sus callados, las telas blancas agitadas por el
viento como banderas en son de paz, casas, el horizonte evanescente.
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