El desayuno nos reunió sobre las
ocho de la mañana. La salida estaba programada para media hora después y
algunos de mis compañeros se levantaron casi al mismo tiempo que yo me sentaba
a la mesa colectiva. Encargué una tortilla y me la trajeron con escaso tiempo
para tomarla con calma. Con calma se lo tomaban los de la cocina y los
camareros. La celeridad es un término occidental de esa sociedad que llamamos
moderna.
Atravesamos la ciudad, de la que
no llegamos a hacernos una idea cierta al no haberla paseado, tomamos la
carretera hacia el norte y nos sumergimos en un paisaje de llanura dominado por
el agua, el verdor y los cultivos. Las vacas con joroba, como las que asociaba
con la India, pastaban parsimoniosas cerca de casas diseminadas por todas
partes al cuidado de niños que las dejaban a su ritmo.
La carretera que rodeaba el lago
Tana por oriente había sido construida por los chinos. Eso explicaba la
existencia de cultivos de arroz, un cereal que prácticamente era desconocido
para los etíopes hasta la llegada de los orientales, que lo habían introducido
para su consumo o el de los viajeros occidentales. Los locales no lo incluían
en su dieta.
La vida de estas gentes se
desarrollaba junto a la carretera que se convertía en una especie de eje de
actividad. Atravesaba los pueblos, como hace décadas ocurría en nuestro país, y
esos pueblos apenas eran un par de calles paralelas a la carretera. Las chozas
salteadas en los campos buscaban su cercanía. Era un paisaje primitivo que
desde la ventanilla del vehículo podía tener algo de bucólico. En la distancia
corta debía de ser muy duro. A nuestro paso, los niños nos saludaban.
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