Fue la gran sorpresa de la noche
que dormimos junto al lago Tana. Todos creímos que era el muecín que llamaba a
la oración a los musulmanes, aunque esa llamada era demasiado larga. Empezaba
un periodo de ayuno de dos semanas, una festividad ortodoxa que llenaría los
amaneceres durante una buena parte de nuestro viaje.
El ayuno era una práctica
religiosa muy arraigada en el país, como había leído en el libro de Juan
González Núñez, que desplazaba a los sacramentos, y que ocupaba muchos días de
su calendario:
La
práctica religiosa de los fieles no gira en torno a los sacramentos. Desde la
pubertad hasta la ancianidad, aun los más devotos dejan de recibir la comunión
por considerarse legalmente impuros. Lo más arraigado en la espiritualidad
etíope es el ayuno. Los cristianos mediocres dejarán toda otra práctica
religiosa, pero todavía seguirán guardando el ayuno como el último lazo que les
liga a la madre iglesia. Y no es que observarlo sea llevadero. A lo largo del
año hay más días de ayuno que días libres: exactamente doscientos cincuenta
días para los sacerdotes y monjes y ciento ochenta días para el resto de los
fieles.
Hasta nosotros llegaba el
murmullo sagrado mezclado con las voces del clero a través de los altavoces. La
cercanía de la iglesia marcó nuestro sueño. Los cerramientos de los hoteles no
fueron suficiente impedimento para que se colara esa letanía constante y
reiterada. No llegamos a acostumbrarnos a ella en todo el viaje. El cansancio
terminaba por derrotarnos y hacernos caer en el sueño.
Recordé otro pasaje del libro de
Juan González Núñez que explicaba aquel movimiento al alba:
Los
fieles nunca madrugan lo suficiente como para encontrar las puertas cerradas,
pues los sacerdotes y debterás
(cantores) les han precedido ya. A las cuatro de la mañana han empezado ya a
romper la paz de la aurora con sus cansinas salmodias, magnificadas por
potentes altavoces. Hacia las seis iniciarán la misa, que durará varias horas;
quizá tres, quizá cuatro o más, según la importancia de la fiesta.
Los fieles habían llegado de
forma paulatina, sin responder a una hora determinada. Tampoco abandonaban el
recinto al concluir la ceremonia, como resaltaba González Núñez:
No es el
comienzo de la misa lo que determina la hora de llegada de los fieles, como
tampoco es su final lo que marca el momento de la vuelta a casa. Los fieles no
van a “oír misa”. La mayoría ni siquiera entrará a la iglesia. Se quedarán en
el atrio, rezarán, comentarán cosas, darán una limosna a los pobres que se
alinean en filas interminables a lo largo del camino, oirán el sermón que algún
sacerdote les echará desde la escalinata, besarán devotamente el muro externo
de la iglesia y se volverán a sus casas. Han ido a “besar” (los muros); esa es
la expresión equivalente a lo que un católico llamaría “oír misa”. Sólo un
reducidísimo grupo de ancianos y niños entrará en la iglesia para seguir la
ceremonia del principio al final y recibir la comunión.
Todo eso nos habíamos perdido
durante nuestro sueño frustrado.
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