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Imágenes y palabras de Etiopía 31. Culminando el esfuerzo y gozando el premio.


 

La siguiente parada, ya en lo alto, me permitió contemplar de frente el poder del salto del agua, que avanzaba desde el horizonte más cercano para despeñarse con estrépito formando una estampa gloriosa. La civilización daba paso a la naturaleza, domesticada en parte por la presa. Hacia mi izquierda, observé una llanura prolongada hacia las montañas.

Nuevamente había que cruzar el río y se hacía por un puente colgante que vibraba hasta agitar los miedos del caminante. Me sentí explorador. Mi joven guía sonrió ligeramente al ver mi cara de satisfacción.



Me llevó casi enfrente de la cascada principal, donde el agua suspendida en el aire se arrojaba sobre el rostro. Me quedé un rato sintiendo su efecto, escuchando su furia, observando la caída.



Después me condujo hacia otro mirador lateral, también espectacular. Estábamos solos. Disfruté de mi “descubrimiento”, como quizá hubiera escrito algún europeo en otros tiempos. La imagen se repetía en mi cerebro sin rasgos de monotonía. Era como si se renovara constantemente. Me hubiera quedado allí toda la tarde.



El chaval me explicó que vivía en esa aldea, que era estudiante y que apelaba a mi generosidad, como me acostumbraría a comprobar a lo largo de todo el recorrido por el país. Me presentó a su muy joven esposa, otra niña que quizá tuviera diez o doce años, y que jugaba con sus amigas como cualquier cría de su edad. Me pareció increíble que estuvieran casados. Quizá era la costumbre de la tierra. Le di una propina adicional y provoqué que todos los chavales se arrimaran a mí para un nuevo reparto.

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