La siguiente parada, ya en lo
alto, me permitió contemplar de frente el poder del salto del agua, que
avanzaba desde el horizonte más cercano para despeñarse con estrépito formando
una estampa gloriosa. La civilización daba paso a la naturaleza, domesticada en
parte por la presa. Hacia mi izquierda, observé una llanura prolongada hacia
las montañas.
Nuevamente había que cruzar el
río y se hacía por un puente colgante que vibraba hasta agitar los miedos del
caminante. Me sentí explorador. Mi joven guía sonrió ligeramente al ver mi cara
de satisfacción.
Me llevó casi enfrente de la
cascada principal, donde el agua suspendida en el aire se arrojaba sobre el
rostro. Me quedé un rato sintiendo su efecto, escuchando su furia, observando
la caída.
Después me condujo hacia otro
mirador lateral, también espectacular. Estábamos solos. Disfruté de mi
“descubrimiento”, como quizá hubiera escrito algún europeo en otros tiempos. La
imagen se repetía en mi cerebro sin rasgos de monotonía. Era como si se renovara
constantemente. Me hubiera quedado allí toda la tarde.
El chaval me explicó que vivía
en esa aldea, que era estudiante y que apelaba a mi generosidad, como me
acostumbraría a comprobar a lo largo de todo el recorrido por el país. Me
presentó a su muy joven esposa, otra niña que quizá tuviera diez o doce años, y
que jugaba con sus amigas como cualquier cría de su edad. Me pareció increíble
que estuvieran casados. Quizá era la costumbre de la tierra. Le di una propina
adicional y provoqué que todos los chavales se arrimaran a mí para un nuevo
reparto.
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