El camino hacia las cataratas,
de algo más de una hora de duración, era infernal. Las lluvias habían formado
un barrizal tremendo y las piedras incrustadas en el suelo estaban
resbaladizas, lo que podría provocar más de una caída. La gente local era consciente
de ello y se ofrecía a acompañar a los visitantes. Conscientes de su poder
adquisitivo, algunos reclamaban cantidades desproporcionadas. A mí me acompañó
un chaval que vivía en la aldea superior, aunque no supe este dato hasta que
llegamos arriba. Pacté con él una cantidad, que consideré justa para la ida y
la vuelta, y que él no discutió, e iniciamos el descenso hacia el puente y el
río. Sabía algo de inglés y me hizo las preguntas habituales sin insistir
demasiado. Comprendió que quería disfrutar del paisaje con algo de
tranquilidad. Reconozco que fue una bendición contar con él ya que buscó los
mejores lugares para transitar sin resbalar ni caerme, me ofreció su hombro o
su mano en los puntos más críticos y seleccionó los enclaves más espectaculares
para mis fotos.
Los visitantes formábamos un
grupo más o menos espeso hasta el puente portugués, del siglo XVI, construido
por los ingenieros y artesanos de nuestro país vecino que entraron en Etiopía
para socorrer al emperador amenazado por Gragn, el Zurdo. El río bajaba bravo,
tumultuoso, de un color marrón. Iba encajado entre las rocas, que rozaba con
prisa, como un adolescente alocado en busca de aventuras. No era muy ancho,
unos pocos metros.
Desde el puente ascendía el
camino por la colina y se hacía más selectivo. Tomé ritmo y empecé a escuchar
el sonido del agua. El cielo permanecía encapotado. No sobraba el chubasquero.
La hierba y el matorral se iban densando.
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