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Imágenes y palabras de Etiopía 32. El regreso.


 

No había rastro de gente de mi grupo. Volví sobre mis pasos, me asomé de nuevo a los lugares que más me habían ilusionado. Vi llegar a otros. Eudaldo parecía un gran señor rodeado de su séquito. Le acompañaban tres lugareños. Como iba con calzado de esparto, absolutamente inapropiado, al llegar a algún charco o barrizal lo agarraban en volandas y cruzaba como flotando sobre las adversidades. La propina que pagó fue desproporcionada. Era un hombre generoso.



El regreso fue pausado y tranquilo, revisando los paisajes. Aún tardarían mis compañeros. Un enjambre de críos alteró esa paz. Se empeñaban en acompañarme. Probablemente se habían quedado sin su parte del pastel de los visitantes y querían hacer méritos. Intenté ahuyentarles, pero no hubo manera. Lo que al principio fue divertido acabó por exasperarme. Si me paraba me tiraban del chubasquero, me rodeaban y no me dejaban tranquilo.



Los visitantes se habían convertido en una forma fácil de hacer dinero. Algunos creían que todos éramos ricos y pensaban que derrochábamos el dinero, perdiendo ellos la referencia sobre lo que podía ser justo. Me ocurrió al alcanzar el vehículo. Un hombre se acercó con un cubo con un agua de un asqueroso marrón intenso y una esponja ya en el final de sus días. Se ofreció a limpiar mis deportivas. Lo rechacé: estaban ya bastante viejas. Me dijo que ensuciaría el transporte. Aquella apelación al civismo me convenció. Sacó la mostosa esponja, le dio un par de toques al calzado, que quedó empapado y de un uniforme ligero marrón, desprendió los trozos de barro de la suela y alargó la mano. Cometí el error de sacar varios billetes del bolsillo. Elegí dos de 10 birrs (más o menos un euro) y se los di. Lo rechazó enfadado y me pidió 10 euros. En español le dije que estaba loco. Volví a ofrecer los 20 birrs en varias ocasiones. Dijo algo muy poco amistoso en su idioma. Guardé el dinero y me fui directo al bus. Cabreado, empezó a golpear mi ventana. El conductor lo alejó. Volvió a acercarse, furibundo, sin golpear el coche, que no abandonó hasta que nos fuimos. La avaricia rompe el saco.



Arrancamos con la última luz del día. Aún observamos algún deslizamiento de tierras y los campos. Se hizo el silencio de vuelta.

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