Si la iglesia es la casa de
Dios, Dios habitaba una casa de características externas muy similares a las de
sus fieles feligreses de la contornada. Por eso, la mayoría de las iglesias que
contemplamos o visitamos en nuestro recorrido parecían chozas o cabañas colectivas,
más grandes que las modestas viviendas de los campesinos, pero de una
configuración igual de simple y sencilla. La decoración también seguía esas
pautas de sencillez, salvo en aquellos casos en los que frescos y cuadros de
escenas religiosas iluminaban de color los interiores.
Allá donde era posible, se
situaba en un lugar preeminente, en lo alto, por encima del resto de las
construcciones, para que pudiera verse desde cualquier lugar del horizonte más
cercano. En muchos casos, estaba semioculta por los árboles y mostraba con orgullo
los colores de la bandera nacional.
Esas iglesias octogonales o
circulares, solían contar con tres recintos separados y concéntricos. El
recinto más externo -siguiendo lo escrito por el misionero Juan González Núñez-
se denominaba lugar de los cantores o kenie
meklet; el intermedio, lo denominaban el santo, el keddest, en el que se distribuía la comunión. El más interno, el
santo de los santos, el mekdes,
guardaba el Arca de la Alianza, el tabot,
y una copia de las Tablas de la Ley. Era inaccesible, salvo para los
sacerdotes. Algo parecido a la zona tras el iconostasio en las iglesias
ortodoxas. Los etíopes eran también ortodoxos, vinculados durante siglos con
Alejandría y posteriormente como jerarquía independiente.
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