En Ura Port, el embarcadero de
destino, esperaban algunos lugareños cargados con bolsas de plástico. También
algunos peregrinos con sus chemmas,
el ropaje blanco que los caracterizaba.
El camino que ascendía hacia el
monasterio atravesaba el bosque. Un pequeño rebaño de ovejas, varios puestos de
recuerdos religiosos, algunos niños pidiendo un donativo, una señora con un
pesado bidón naranja a la espalda, un artista que parecía descendiente de Bob
Marley, cultivos de café y algún otro elemento más amenizaban la senda
iniciática ascendente. Cerca del monasterio los puestos se multiplicaban con la
oferta de telas, tankwas de recuerdo,
artesanías locales y otras fruslerías que harían las delicias del turista. El
turismo se había unido a la venta del café y la leña como principales fuentes
de ingresos de estas comunidades.
El monasterio estaba compuesto
de varias construcciones redondas u octogonales bastante sencillas, de adobe
recubierto de planchas metálicas o de madera y techo de paja seca. Era un lugar
tranquilo, como correspondía a un lugar de oración. No había rastro de
aglomeraciones.
La edificación principal estaba
individualizada por un parasol rematado con una hermosa cruz muy bien labrada
con siete huevos (o eso aparentaba) en los extremos. Hacia él nos dirigimos.
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