El embarcadero para la excursión
por el lago Tana y sus monasterios estaba tras los jardines de nuestro hotel,
del mismo nombre. Esos jardines, de emplazamientos privilegiados y muy
agradables para un paseo o para sentarse a disfrutar de una cerveza o de un
libro, se asomaban a la gran extensión del lago. Las zonas comunes del hotel
estaban bastante bien. Las habitaciones eran otra cosa. Mientras esperábamos al
resto di un pequeño paseo y contemplé la orilla más cercana a la ciudad. Estaba
demasiado urbanizada para mi gusto y destacaba una alta torre que hacía un
flaco favor al entorno. A unos centenares de metros se levantaba una estructura
de hormigón que sobresalía por encima de los árboles. El contraste lo
establecía un lugareño bañándose y una extensa colada que se secaba sobre los
arbustos.
Embarcamos y poco a poco las
orillas fueron adelgazando hasta convertirse en finas líneas sobre las que
asomaban las montañas difusas del horizonte. Estaban cubiertas de densa
vegetación de un verdor diluido. Quien transitara por las mismas debía de llevar
bastante cuidado porque podía encontrarse con serpientes pitón y mamba negra,
leopardos, algún cocodrilo e hipopótamos. Tuvimos suerte y pudimos contemplar
alguno de ellos, que asomaba su lomo o su rostro para nuestro deleite. También
observamos diversas aves como pelícanos, cigüeñas o garzas. Alguna, con un
larguísimo pico rosado, tuvo la curiosidad de pasear cerca de nuestra barca.
Los cormoranes abrían las alas como en un saludo.
El cielo estaba gris y le había
transmitido ese color al lago, que de cerca era marrón. El sol se filtraba por
alguna parte y quemaba la piel de forma inmisericorde. Me puse filtro solar
pero no me desprendí del chubasquero. El barco generaba una pequeña brisa y la
amenaza de lluvia quizá estaba más en mi cabeza que en el cielo. Cuando abría
el cielo y dejaba pasar el sol la superficie del lago tomaba tonos cobrizos.
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