La conversación con mi hermano
me trajo a la mente que, en esos días previos, en la playa, a donde me había
ido a descansar antes del viaje, no había tenido la sensación de euforia que
siempre me había invadido cuando estaba a punto de iniciar un largo viaje a un
país exótico. El temor a las enfermedades, especialmente la malaria, sufrir un
accidente y que no hubiera los medios para asistirme, que se desencadenara una
rebelión, un tumulto, un asalto o un atentado, que ocurriera algo que saliera
de mi control, era un peligro cierto que todo viajero debe de asumir. No soy
Indiana Jones, nunca lo he sido ni pretendo transformarme en ese héroe del
celuloide en este viaje, pensé, y, además, iba con el respaldo de una
organización que ya tendría cuidado de no meterme en líos, con lo que no tenía
que temer nada.
No viajaba por Europa, es
cierto, donde todo estaba tan controlado que siempre había alguien o algún
estamento oficial que se hacía cargo del viajero. Aquí había que confiar en la
buena suerte, en la prudencia y la providencia divina. Sin embargo, meditaba,
otros habían ido a ese país y habían vuelto para contarlo.
El esfuerzo de mentalización de
hacia dónde iba era importante y, sin embargo, tenía la sensación de no haberlo
vivido previamente. Lo cierto era que viajaba a un país subdesarrollado, escaso
de infraestructuras, con un cuadro de posibles enfermedades -malaria, rabia,
hepatitis, tifus y un largo etcétera- que acojonaría a cualquiera. Pero no
había que sobredimensionar los peligros y había que relajarse, aunque no
confiarse. Por si acaso, me había vacunado contra el tifus, no había podido
vacunarme contra la hepatitis A por desabastecimiento en todos los ambulatorios,
me quedé tranquilo cuando me dijeron que las dos rondas de fiebre amarilla que
ya me había inyectado en el pasado eran suficientes y esperaba no necesitar la
vacuna contra la rabia. Como me comentaba el médico de sanidad internacional,
si al regreso tenía alguna molestia, sólo tenía que ir al hospital con el
itinerario en la mano y ya me chutarían lo necesario para ponerme nuevamente a
tono. Eso sí, debía llevar cuidado con el agua, la alimentación, el sol, los
bichos… ¡Dios mío!
Quizá el factor más importante
que mediatizaba mi espera era cómo respondería mi cuerpo. Me sentía bien, había
perdido ocho kilos en los últimos meses, me habían desbloqueado la musculatura
de cuello y hombros y parecía que la evolución tras ocho meses de la operación
en el cuello había sido buena. Había salido de casa en pequeños viajes y por
pequeños espacios de tiempo y había tenido algunas molestias que habían
remitido fácilmente. Pero me alejaba de mi entorno y de mis comodidades y me
acercaba a un país que no se caracterizaba por este aspecto. Evidentemente, era
algo de cobardía, de miedo a lo desconocido, miedo a que las molestias se
instalaran en mí y no fuera capaz de eliminarlas con la batería de soluciones
que me había dado Borja, mi entrenador personal, en esos meses. Sabía que ese
miedo remitiría, que mi cuerpo estaba mejor preparado que el año pasado y que
las llamadas de atención que emitía en forma de dolor serían una ayuda para que
no me olvidara de estirar, de los ejercicios, de llevar cuidado y evitar
posiciones inadecuadas. Las horas de coche, de caminar o de avión se sucederían
sin ningún tipo de sufrimiento. La mentalización pasaba también por este punto.
Y, allí estaba yo, esperando a
que nos embarcaran para abandonar estos pensamientos y concentrarme en los
paisajes que pudiera ver desde la ventanilla del avión.
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