Un pariente mío recordaba una
visita de Haile Selassie a España. Lógicamente, yo no recordaba nada de aquel
tiempo durante la época de Franco -era muy niño- en que Madrid se engalanaba
con las banderas de los dignatarios que nos visitaban. Él recordaba el impacto
de un personaje peculiar, pintoresco o exótico (su tocado con plumas) rodeado
de un boato inasumible en un dirigente europeo o americano, pero aceptable en
uno que venía de África y cuyo título era el de emperador. Realmente, nos visitaba
el dios personificado de los etíopes y un dios siempre iba acompañado de un
halo entre místico y sobrenatural.
El último emperador, que murió
creyendo que aún lo era del país que le había derrocado, fue un gran viajero,
tanto por su país como por todo el mundo. Buscaba fuera el prestigio del que
carecía en Etiopía. Era un personaje contradictorio y extraño al que fui
conociendo un poco más tras leer El
emperador, de Kapuszinski. En él recoge los testimonios de quienes le
sirvieron y formaron parte de una pintoresca corte anclada en el pasado y en un
ritual que por momentos era surrealista, como el privilegio que suponía un
número mayor o menor de accesos a su persona. Esos testimonios denotan el
inmenso respeto que despertaba en ellos, que lo consideraban un ser mitológico.
Para nosotros puede resultar ridículo o un personaje totalitario. Hay que
ponerlo en contexto, en aquellos tiempos. Un dato que resulta significativo es
que fueron encarcelando al gobierno, a los nobles, a los que pululaban en torno
al emperador. A éste lo dejaron para el final, lo confinaron y no lo juzgaron
por la corrupción, por la arbitrariedad que dimanara de su persona. Era como si
consideraran que haberlo juzgado y condenado hubiera podido poner en peligro la
revolución iniciada, como si aún le quedara un último servicio desde esa
posición a la que se le marginaba.
Más me sorprendió que en los dos museos visitados apareciera la figura del intrigante Menguistu Haile Marian, cabeza del DERG y responsable de la limpieza de cientos de miles de opositores en la denominada época del terror rojo, entre 1978 y 1979. Al final, tuvo que ser depuesto y el 28 de mayo, día de la huida de este personaje, se declaró fiesta nacional, según la guía.
De la euforia por la revolución se pasó a una época oscura que Kapuscinski denomina la locura de las fetashas, término que en amara significa registro. La amenaza era constante y constantes los registros en las calles, en la carretera, en el hotel o en el trabajo. Una y otra vez se veían sometidos a ese ritual macabro:
Porque las fetashas no se suman en una única y de-una-vez-para-siempre definitiva purificación, en una declaración de inocencia, en una absolución, sino que cada vez, cada par de metros, cada par de minutos, una y otra vez debemos volver a purificarnos, probar nuestra inocencia y conseguir esa absolución.
Desgraciadamente, como destacaba nuestro guía y el misionero comboniano González Núñez, parece que quien subía al poder mediante las armas solamente era depuesto por estas mismas.
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