No disponíamos de demasiado
tiempo para la visita. El edificio estaba casi vacío. La gran escalera lucía
una gran foto en blanco y negro que me hizo recordar una expresión de mi madre:
“tienes pelos de abisinio”. En la foto aparecían varios soldados que
presentaban pelos encrespados de lo más cómico.
En la primera planta se
encontraban algunos de los regalos realizados al emperador por parte de
dignatarios locales y extranjeros o los entregados por éste en premio a sus
súbditos. El más llamativo era un león disecado que solía ser el regalo más
importante que entregaba.
Visitamos las estancias del
emperador, su dormitorio con la gran cama, el cuarto de baño, un tanto
destartalado, y otras habitaciones. Por lo que nos comentaron, el palacio había
sufrido diversas modificaciones y adiciones no siempre compatibles con los usos
antiguos.
Quizá las salas del palacio y su
significado histórico eran más interesantes que las colecciones, que adolecían
de los mismos errores que el anterior museo. Allí se exhibían objetos
tradicionales, maquetas y reproducciones y, sobre todo, fotografías en blanco y
negro de mujeres de las diferentes etnias, con especial énfasis en las menos
desarrolladas del sur del país. Era una buena introducción a lo que nos
depararía posteriormente el viaje.
Me sorprendió la veneración que
los etíopes aún sentían por su último emperador, a quien depusieron del trono
por ser un freno a la solución del país. El tiempo sanaba las heridas y dotaba
al olvido de un carácter devorador de los malos recuerdos. Los etíopes eran
conscientes de que sus emperadores dieron prestigio al país en un continente
caracterizado por la tribalidad.
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