Recuerdo la descripción de la
rutina diaria del emperador, que empezaba con su paseo matinal por el parque y
con la hora dedicada a escuchar las denuncias que le formulaban el jefe del
servicio de espionaje, el ministro de industria y comercio o el jefe de la
policía política del gobierno:
El
trabajo al que se dedica esta gente es duro y peligroso-contaba uno de esos
funcionarios imperiales-. Viven en permanente estado de miedo pues temen dejar
de denunciar algo en un momento dado, lo cual les haría caer en desgracia o que
la competencia reúna denuncias mejores y que entonces el Emperador piense: ¿por
qué Solomon me ha ofrecido hoy un banquete y Makonen tan sólo me ha traído unas
migajas… El aspecto mismo de aquellas personas -continúa-mostraba a las claras
bajo qué sensación de permanente amenaza vivían. Faltas de sueño, cansadas,
actuaban en un febril estado de tensión continua, buscando víctimas en medio
del fuerte olor a odio y terror que las rodeaba por todas partes.
El ritual de la hora de los
nombramientos en la sala de audiencias tampoco tenía desperdicio. O la hora de
la caja, de diez a once, o la de los ministros, que pululaban constantemente
por los pasillos de palacio. De doce a una, la hora del tribunal supremo, para
impartir justicia. A la una, el almuerzo le llevaba al palacio de las
Ceremonias, su residencia. Tras el intento de golpe de estado de 1960 amplió su
horario oficial.
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